Por: Jorge Rozemblum
Escuche el artículo en Audio a cargo del Dr. Cantor Paul Heller
Estamos rodeados de “cuarentas”. La palabra cuarentena que ahora se aplica al confinamiento de poblaciones para evitar el contagio del coronavirus tiene su origen en la epidemia medieval de la peste negra, aludiendo a la prescripción de cuarenta días de aislamiento en embarcaciones en las que hubiera algún infectado. También coincide estos días con la Cuaresma, que son los cuarenta días de preparación espiritual de la fiesta cristiana de la Pascua, un tiempo de purificación que no supone un aislamiento físico, aunque sí, por ejemplo, de los alimentos cárnicos (de allí el nombre del Carnaval que la precede). Aunque si de “cuarentas” y “separaciones” hablamos, los judíos tenemos el precedente de la cuarentena de años que fuimos obligados a marchar por el desierto, aún conociendo nuestro destino último. Eso sí, confinados como una sola nación, más allá de familias, clanes y tribus.
La historia nos ha puesto desde entonces en muchas situaciones de aislamiento respecto al entorno: gozamos de cierta libertad de movimiento en nuestros barrios (juderías y guetos) y “zonas de residencia”, pero permanecieron cerradas las puertas de entrada a muchos ámbitos sociales hasta ayer mismo, en términos históricos. Incluso cuando recuperamos la tierra para constituir un estado moderno, los vecinos también nos cerraron el paso. Es decir, si bien nos duele el encierro impuesto en este caso por razones sanitarias para protegernos, tenemos muchos ejemplos históricos y aún familiares que deben inspirarnos para alentarnos a sobrellevarlo.
Puede que nosotros y alguna generación precedente hayamos gozado de total libertad hasta ahora, pero debemos tomar consciencia de la fragilidad y lo poco habitual de esta situación, recordando la cercanía no sólo del sufrimiento total durante la shoá, sino de otras penurias aparentemente menos dolorosas como la renuncia a lo que somos, impuesta por regímenes totalitarios de todos los colores; la ocultación y el disimulo de nuestra identidad, incluso en países con legislaciones avanzadas por delante de la tolerancia hacia el otro de la sociedad; o el secretismo autoimpuesto por temor a ser descubiertos y denunciados por los descendientes de los anusím (forzados a la conversión).
Esta vez no estamos entre cuatro paredes por ser quienes somos, sino por lo que nadie quiere que lleguemos a ser: víctimas de la enfermedad. Tenemos los medios para subsistir y, aún, para comunicarnos. Muchos pueden contribuir al esfuerzo general con su profesión mientras que los demás tenemos la obligación de averiguar cómo hacerlo. No son vacaciones ni descanso. Es una imposición que, como ha señalado uno de los dos rabinos principales de Israel, prima incluso sobre la sacralidad del shabat. Es “pikúaj néfesh”: controlar para que ni una sola alma muera por negligencia. Y no hay mayor responsabilidad ética que cuidar de la propia vida, cumpliendo estrictamente con las normas de higiene y las pautas sanitarias de cada estado y región. Tenemos, además, la infinita suerte de estar confinados, sí, pero también juntos.
Shabat shalom y refuá shlemá (sanación completa)