Por: Ricardo Angoso
Poco a poco los testigos de la mayor tragedia de Europa en el último siglo y medio -el Holocausto o la Shoah- van desapareciendo y tan solo nos quedan sus palabras, sus testimonios de lo sucedido, como ondas inextinguibles en el tiempo y en el espacio, preservando la luz de la memoria y la sombra de los millones de víctimas sin nombre.
Este mes de enero han fallecido Ana María Goldstein y Max Kirschberg, dos testigos en primera persona del Holocausto que llegaron a Colombia después de abandonar Europa tras la Segunda Guerra Mundial y haber sobrevivido a la terrible experiencia del exterminio judío. También fueron dos grandes seres humanos que quisieron dejar constancia, con su palabra, del horror que embargó a millones de personas de este continente entre 1938 y 1945, cuando el régimen nazi puso en marcha la maquinaría criminal que llevó al exterminio de más seis millones de judíos. Ambos han fallecido fuera: Ana María, en Miami (Estados Unidos), y Max, en su amada España.
Ana María Goldstein tenía apenas dos años cuando los nazis invadieron Hungría y perpetraron una de las mayores matanzas de la historia de ese país. Siguiendo la estela del macabro plan denominado como la “Solución Final” y con la ayuda de los fascistas locales, 600.000 judíos húngaros fueron asesinados en los campos de concentración. En Budapest, muchos fueron fusilados a orillas del río Danubio.
De toda esta historia de los judíos de Hungría me habló en una entrevista que realicé en Bogotá hace algunos años, donde me narró el fatal destino de su familia y que reproduzco literalmente: "Mi familia, casi toda, pereció en el Holocausto. Mis abuelos maternos, paternos, tíos y primos. De una familia muy numerosa fueron asesinados casi un centenar de personas. He investigado estas muertes y están todas documentadas, tengo datos sobre las fechas de los transportes, inclusive el número del vagón en el que fueron deportados. Mi tía que sobrevivió a Auschwitz vio cómo la hermana de mi madre y sus hijas de 15 y 12 años eran llevadas a las cámaras de gas. Estas no son historias que yo haya visto en películas o leído en novelas, sino que conozco de primera mano. He conseguido muchos documentos procedentes de Alemania, Checoslovaquia y Hungría que me han servido para tener las pruebas".
Esa terrible experiencia, que marcaría el carácter de Ana durante toda su vida, aunque nunca dejándose llevar por el odio y el resentimiento, también marcó su relación futura con el país que la vio nacer, Hungría, tal como relataba en la misma entrevista: "Tengo intenso amor por el idioma húngaro y también guardo con nostalgia los buenos recuerdos de mi infancia y el cálido ambiente familiar del que pude gozar entonces. Pero también tengo resentimiento, e indignación, no odio, hacia los húngaros que habiendo convivido bien con los judíos durante tanto tiempo pero que a la hora de la verdad acabaron colaborando de una forma voluntaria y vergonzosa con los nazis. Los alemanes entraron en Hungría el 19 de marzo de 1944 con un contingente muy pequeño. Entonces, ¿cómo fue posible que en escasos dos meses fueran exterminados 600.000 judíos húngaros? Sin la colaboración del gobierno húngaro y de esos ciudadanos comunes y corrientes, nunca se hubiera podido producir esa masacre tan brutal. Por el otro lado siento un gran respeto por aquellos húngaros que ayudaron a muchos judíos a sobrevivir a pesar del peligro que ellos mismos corrían. Una prima sobrevivió gracias a una familia húngara, para ella desconocida, que la escondió durante semanas".
En esa misma ocasión en la que tuvimos la ocasión de realizar nuestra entrevista, Ana María también me habló de su relación con Colombia. Le pregunté abiertamente cómo llegó a Colombia y de qué forma se fraguó ese viaje desde Hungría, respondiendo de esta forma a mi cuestión: "La buena suerte tiene un nombre: mi tía. Ella escapó de Hungría en el año 1947, ya cuando los comunistas se habían hecho con el poder total en el país, y llegó hasta Austria. Allí, solicitaron la visa a los Estados Unidos y esperaron varios años en vano. Un amigo les comentó que era posible conseguir visas para Colombia y que era un país maravilloso. Llegaron en el año 1950. Así, nuestra familia también solicitó la visa después de la fallida revolución de 1956 para emigrar a Colombia. Era, además, el único país donde nos quedó un pariente vivo tras el Holocausto".
En caso todas los sobrevivientes del Holocausto late el deseo por la vida y la lucha contra un destino trágico que se llevó a los suyos. Max Kirschberg, ahora fallecido, era una buena muestra de ello. Cuando lo entreviste, con la inestimable y generosa ayuda de su hijo Donald, debido a algunas "lagunas" en la ya frágil memoria de Max, me contó su trágica historia, su llegada a Colombia y su vida en estos años tras haber abandonado Europa hacía lustros.
Del Holocausto recordaba con fuerza y nitidez algunos episodios especialmente dramáticos, como la Noche de los Cristales Rotos, en que comenzó la persecución contra los judíos en toda Alemania y que quizá fue el punto de inflexión en la política de los nazis con respecto al "problema judío", pasando de las vulgares bravatas antisemitas a la brutal persecución y posterior exterminio de millones de hebreos.
Así recordaba Max aquellos hechos: "Esa noche los nazis prendieron fuego a las sinagogas de casi toda Alemania. Nosotros no éramos una familia muy religiosa pero conocimos los ataques de los nazis a las sinagogas. Yo tenía trece años cuando ocurrió la Noche de los Cristales Rotos y recuerdo la confusión de aquella noche, cuando los nazis estaban enloquecidos y rompieron los escaparates de las tiendas y de las casas de los judíos. Además, hubo muchas víctimas y los responsables de aquellos hechos nunca fueron juzgados porque la legislación alemana permitía esos actos contra los judíos. Me acuerdo de los gritos por las calles, los cristales rotos por los nazis. No recuerdo punto por punto y tenga en cuenta que la gente estaba asustada en sus casas, los judíos evitaban la calle y máxime ese día. Se quemaron negocios, sinagogas e incluso escuelas. Al día siguiente conocimos la barbarie en toda su dimensión porque podía verse. La destrucción habitaba por todas partes".
De su paso por el campo de concentración de Auschwitz, le pregunté por algún recuerdo que tuviera de ese siniestro lugar y así me contestó Max: "Dos días después de estar ya en el campo de trabajo, una vez que logré evitar las cámaras de gas por ser apto para trabajar, nos ducharon y nos rasuraron a todos. Luego nos dieron la vestimenta, el famoso pijama a rayas, y nos tocaba trabajar en unas condiciones muy duras y con poca alimentación. Cuando nos llevaron a limpiar una parte del campo, en donde a la gente la despojaban de todo lo que tenían, con diferencia de que tuviera o no valor, pero lo hacían para buscar las joyas y el dinero que la gente tenía escondida, tuve la desgracia de encontrar la bufanda de mi madre. Entonces cuando la vi pensé que volvería a ver a mi madre, pero se me acercó un muchacho eslovaco para hablarme y decirme que mi madre no iba a volver. Para mí fue como si se me hundiera el mundo. Esa esperanza que yo tenía de que estaba viva se esfumó. Me explicaron que la gente que dejaba la ropa era para entrar en la cámara de gas. El eslovaco, simplemente, miró a las chimeneas de las cámaras y me dijo: “Ya se fue para siempre”.
Finalmente, le solicite a Max si podría enviar un mensaje a los más jóvenes, a las futuras generaciones, como enseñanza del Holocausto y de los terribles acontecimientos que se sucedieron en Europa en la Segunda Guerra Mundial, y esta fue su sencilla respuesta que me sirve como epílogo a este homenaje a estos dos grandes hombres: "No discrimines. No hagas diferencias por razones de raza, religión o cultura. Me queda muy difícil hablar de todas estas cosas, por eso dejé de hablar hace tiempo. Hay que perdonar pero no olvidar lo que sucedió. Si no perdonas, te llenas de odio y no puedes vivir. El que olvida le toca repetir su historia. No discriminar por ningún motivo, ese es el mejor mensaje a los jóvenes".