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El nazismo como una interpretación de la historia de Alemania racista y etnicista

Por: Ricardo Angoso

Para el nazismo, la historia de Alemania, pesimista y plagada de derrotas, sólo podía entenderse si se tenían en cuenta a los grandes enemigos del país, principalmente los judíos, los vecinos eslavos que siempre trataron de destruirles y los “subhombres”, es decir, las razas “inferiores” que no habían dejado crecer y desarrollarse al proyecto nacional. Los alemanes, pensaban los nazis, necesitaban un Lebensraum o espacio vital libre de judíos y “subhombres”. La Iglesia católica, en cierta medida, tan sólo servía como fuente legitimadora de ese discurso y compartía con la sociedad alemana sus temores y miedos ante la “cuestión judía”, que debería ser “solucionada” por los medios que más tarde serían puestos en práctica.

En esta nueva entidad nacional, sujeta a un espacio territorial donde sólo vivieran los alemanes y los “infrahumanos” o “subhumanos” fueran separados de la sociedad, los nazis decidirían quienes pertenecerían al bando de los elegidos y quienes serían “aislados” y separados del resto de la sociedad. A los negacionistas, es decir, a los que niegan el Holocausto, les vendría muy releer los textos previos a la llegada al poder de los nazis, pues los planes de aniquilación y exterminio de los judíos y los gitanos ya están descritos y pormenorizados en numerosos textos. 

El nazismo no sólo no ocultó sus planes con respecto a los que consideraba como inferiores a los pueblos germánicos, sino que alardeó que pondría todo su poder y medios contra los que consideraba “enemigos” de Alemania.  Están descritos claramente en el Mein Kampf, libro que, desde luego, no se anda con las ramas con respecto a los judíos. No hay metáforas, ni retórica oculta, sino el deseo de construir una nueva entidad nacional sobre las ruinas de la anterior y en donde los no alemanes no tengan cabida. Esto lo sabían los miles de judíos que, nada más llegar Hitler al poder, saldrían de Alemania con rumbo a donde fuese, sin importar ni el destino ni la dirección, abandonando todo y dejando atrás la pesadilla nazi. Lo que resulta increíble es que muchos de los judíos alemanes no abandonaran en su momento el país y se quedaran a la esperan de la “solución final”, como si pensasen que los delirios patológicos y racistas de Hitler no eran más que una bravata electoral, una pesadilla incapaz de ser llevada a cabo.

“Hasta el niño en la cuna debe ser pisoteado como un sapo venenoso...Vivimos en una época de hierro, en la que es necesario barrer con escobas de hierro”, afirmó exultante Heinrinch Himmler en los comienzos de la Segunda Guerra Mundial. Los planes criminales trazados por el nazismo nunca fueron ocultados por los nazis e incluso constituían motivo de orgullo; las pruebas fotográficas de los crímenes perpetrados eran realizadas por simples soldados y oficiales que alardeaban de ellas ante sus familiares y amigos. No había vergüenza ni remordimiento alguno, como mucho alguna depresión ante tanto crimen, ya que tan sólo se trabajaba en la noble tarea de construir la Alemania soñada (o ensoñada) por el inefable e indiscutido Führer. Resulta increíble el volumen que hay de pruebas gráficas sobre el Holocausto, las miles de fotografías, de documentos, de testimonios y de cartas, sin que nadie se pusiese manos a la obra para destruirlas, para evitar la futura vergüenza del crimen masivo, como si realmente lo perpetrado no fuera motivo para la reprobación moral y política. Hay abundantes pruebas gráficas, pero no las órdenes escritas, pues los nazis temían que en el futuro fueran utilizadas en su contra. No había nada que esconder porque moralmente tales acciones criminales no constituían motivo para la condena. Así lo entendía Eichmann, que era un idealista y tan sólo “cumplía” órdenes. Eichmann, cuando fue detenido, no entendía nada, se sentía inocente y completamente liberado de culpa. No se sentía culpable, se sentía como parte de una suerte de plan divino para liberar a Alemania de su pesada carga.

El nazismo fue desde sus orígenes un movimiento violento, brutal, sanguinario y abyecto, que consideraba que la eliminación física de sus enemigos y los considerados como “elementos antisociales” no sólo eran una parte de su programa, sino la realización de una tarea superior y mística entregada a los alemanes para preservar a Europa de sus propias impurezas. Convirtieron al crimen en una religión de Estado y a los campos de exterminio en los nuevos altares de la supremacía étnica. No olvidemos que no sólo gitanos, judíos y homosexuales fueron eliminados físicamente por el nazismo, sino que también los españoles (republicanos), franceses, griegos, italianos, serbios, polacos, rusos y ucranianos fueron exterminados sin contemplaciones por la máquina de la muerte –no merece otro nombre- puesta en marcha por los nazis desde su llegada al poder. 

El fin no sólo justificaba los medios, sino que los medios, es decir, la violencia y el asesinato, eran parte también del programa, un cuerpo ideológico basado en la aniquilación de todos los no alemanes y de aquellos que no compartían sus creencias. El proyecto criminal del nazismo, como hemos dicho antes, nunca fue ocultado ni en sus arengas ni en la propaganda oficial.  

Una vez que el nazismo llegaba al poder, en 1933, comienza el desarrollo de toda una serie de políticas y medidas contra las razas “inferiores”, gitanos y judíos, principalmente, como el internamiento en campos de concentración de miembros de estas etnias, la limitación de sus derechos fundamentales e incluso la pérdida de ciudadanía alemana. Luego, sobre todo a partir de 1935 y la promulgación de las tristemente conocidas Leyes de Nuremberg, los judíos y también los gitanos pasaron a ser considerados ciudadanos de segunda categoría y, más tarde, enviados a los campos de la muerte, donde correrían la trágica suerte que todos conocemos.

Incluso el Holocausto fue anunciado por el propio Hitler en una fecha tan temprana como 1939, cuando todavía se debatía acerca de la llamada “solución final”, cuando afirmó literalmente: “Hoy quiero convertirme de nuevo en profeta –dice el 30 de enero del citado año-: si las finanzas internacionales y los judíos dentro y fuera de Europa consiguieran, una vez más, arrastrar a las naciones a una guerra mundial, el resultado no sería la bolchevización de la tierra, y por tanto, la victoria del judaísmo, sino la aniquilación de la raza judía en Europa”. La “solución final” estaba ya en ciernes mucho antes de ser aprobada y refrendada por los líderes nazis oficialmente.

No obstante, es absolutamente falso, como han pretendido algunos en Alemania y Austria, que la obra criminal del nazismo, sobre todo la que se desarrolla entre 1939 y 1945, fuera el proyecto de una “camarilla asesina”. Para realizar un proyecto de tales características, en él que perecieron entre ocho y diez millones de seres humanos,  incluyendo aquí a los homosexuales, los gitanos y un sinfín de nacionalidades consideradas “subhumanas” por los nazis, el aparato contó con un innumerable  número de colaboradores, funcionarios, verdugos voluntarios y simples delatores que señalaban a sus víctimas, como ocurrió en Austria, Croacia, Eslovaquia, Polonia, Rumania y Ucrania, por citar tan sólo algunos de los países donde se perpetraron los crímenes y las deportaciones. 

Fue, tal como asegura el profesor Mauro Torres, una suerte de delirio crónico sistematizado y colectivo, asombrosamente contagioso, que llegó al Partido Nacional Socialista al poder de una forma democrática y sin que nadie en la escena alemana, incluyendo aquí a la derecha, el ejército, la banca, los empresarios, las iglesias e incluso los intelectuales “independientes”, hiciera nada por detener la “marea” negra. 

Este fenómeno de histeria colectiva, de adhesión voluntaria a un proyecto criminal, queda muy bien definido en un texto de Laurent Rees: “Nadie conminó a los miembros del partido a perpetrar los asesinatos: estamos hablando, más bien, de una empresa colectiva compartida por miles de personas que decidieron por sí mismas no sólo participar, sino también aportar sus propias iniciativas con la intención de ver cómo resolver el problema y de cómo matar a seres humanos y deshacerse de sus cadáveres a una escala jamás concebida con anterioridad”.

A este respecto, el estudioso del nazismo Robert Gellately señala que “la prensa local de Dachau informó en 1933 de la muerte violenta de una docena de reclusos, afirmando  que los guardianes habían actuado en “defensa propia” y que las víctimas eran “por lo demás individuos con propensión al sadismo”…¿Cómo reaccionaron los alemanes al establecimiento de los campos de concentración? Fueron muy pocas las voces críticas que se dejaron oír”. La oposición interna al régimen nazi fue casi inexistente, meramente testimonial, apenas daría para unas páginas. 

Gellately, gran conocedor del funcionamiento del sistema policial durante la larga noche nazi, sostiene que la mayoría de los delatores y colaboradores de la Gestapo lo hacían voluntariamente y sin que nadie les obligase a hacerlo hasta fechas tan tardía como el año 1945, cuando el país se hallaba al borde del colapso. También las SS eran un cuerpo de voluntarios y no una unidad de reemplazo. Nadie cuestionaba las órdenes, todos obedecían sin rechistar y, llegado el caso, ejecutaban a las víctimas inocentes señaladas por el aparato nazi.

Resulta sorprendente, además, que hasta una fecha tan tardía como 1944 no se produzca la primera reacción “efectiva” contra el nazismo: el atentado fallido del teniente coronel Klaus von Staunffeberg contra Hitler. Hasta esa fecha resulta muy sospechoso que nadie tratase se detener la espiral criminal y de neutralizar, de alguna forma, los impulsos asesinos del Führer. Tan sólo cuando se acercaba la proximidad de la derrota, el naufragio total del proyecto totalitario alemán, un grupo de militares reacciona no llevado por un afán idealista y democratizador, sino por garantizar una salida personal ante el cambio de escenario que ya se presiente. Incluso Heinrich Himmler, uno de los auténticos mentores de la “solución final” y un fanático sin mácula de duda de las ideas nazis, intentó en los últimos meses de su vida poner fin a la guerra e intento negociar con los americanos y los británicos una salida negociada a la “catástrofe” que se avecinaba, el final del nazismo. No había propósito de enmienda, porque la razón estaba de su parte, sino un cambio táctico en el programa ante la eventual posibilidad de que la derrota militar se convirtiera en trágica certeza. Tanto los británicos como los norteamericanos se negaron a negociar con un tipo de tan dudosa trayectoria.

Una explicación desde la psicología política al fenómeno nazi

Ian Kershaw, uno de los más conocidos investigadores del “fenómeno Hitler”, declaraba recientemente ignorar cuándo y por qué aparece el antisemitismo tan “extraño” que aflora en el personaje de Hitler. Este sentimiento, dotado de altas dosis homicidas y genocidas, es, a juicio del autor, diferente al antisemitismo endémico que existía en Europa hasta entonces. Ciertamente, aunque es difícil precisarlo, sería fundamental conocer ese “cuándo” y la causa por la que Hitler pasó, él mismo, del antisemitismo endémico al odio asesino contra los judíos, para estar en condiciones de dar, desde la psicología política del personaje, una respuesta o explicación científica al enigmático problema.

“Es inaudito el peligro y el poder delirantes que Hitler les atribuye a los judíos que, según él, han desencadenado una conspiración mundial contra los pueblos arios; ellos fueron los que dieron la “puñalada por la espalda” a Alemania para que perdiera la Primera Guerra Mundial; ellos los que desencadenaron la Primera y Segunda guerras mundiales; ellos son sus “más peligrosos enemigos” en la Unión Soviética; ellos los que manejan a Stalin y al Comunismo, y por eso su absurda invasión a Rusia tuvo como “prioridad” exterminar a los judíos con fuerzas paramilitares”, señalaba el escritor ya citado Mauro Torres, autor del libro Hitler, a la nueva luz de la clásica y moderna psicología.

Aparte de la psicología política del personaje que inspiró al nazismo, conviene reseñar que también la ideología necesitaba como adeptos y verdugos voluntarios de sus planes a individuos claramente fanatizados, capaces cometer cualquier crimen por horroroso que fuera y completamente deshumanizados. El fanatismo, que era incubado por el Partido Nacional Socialista desde sus orígenes a través del terror generalizado y la violencia en sus formas más perversas, explica el hecho de que nadie discutieras las órdenes del Führer. 

También explica el asunto, que no es baladí, de que en toda la guerra, si exceptuamos el intento de asesinato de Hitler de finales de la contienda, ningún dirigente nazi se negó a desobedecer los planes de exterminio de los judíos, gitanos y otras poblaciones “infrahumanas” que se “evaporaron” tras las chimeneas de Auschwitz y otros campos; al menos no consta oficialmente ni en los miles de documentos incautados tras la guerra a los nacionalsocialistas. Nadie hizo nada ni movió un dedo por las víctimas, como si su  trágico papel en esta perversa historia estuviera ya predestinado por una suerte de destino divino que escapaba a las  decisiones humanas. En definitiva, al igual que Eichmann, tan sólo se limitaron a obedecer las sagradas órdenes que emanaban de una autoridad superior e infalible. Alemania se dejó arrastrar voluntariamente por el nazismo sin exigirle nada por sus bárbaros métodos.