Por: Broncha Klainbaum
Estoy segura que si viviésemos mil años no lograríamos descubrir todos los relatos y experiencias de los que se encontraron en es terrible periodo en que un enfermo con aires de grandiosidad se le ocurrió “redimir” a Europa, al mundo y especialmente a Alemania de “la terrible plaga” que somos los Judíos.
Hace unos días vi una “película”-Los niños de Windermere- en la que se relata la historia de un grupo de niños y niñas de variadas edades, sobrevivientes de los campos de exterminio.
En 1943, aproximadamente 300 fueron llevados al lugar en donde estarías unos meses para ser “rehabilitados” Un grupo de psicólogos, un rabino y un entrenador de futbol, se ocuparon diariamente de ellos.
La llegad al lugar fue impactante. En realidad las experiencias vividas les hacían dudar de las intenciones de esas personas y la disposición de las construcciones no ayudaron a la primera impresión de los chicos.
Eran “barracas”, separadas entre sí por céspedes bien podados
El primer paso a seguir fue despojarse de sus ropas y dejar sus paupérrimas pertenencias. No me imagino qué alcanzaron a pensar y el terror que pudieron haber sentido.
Los primeros días durmieron debajo de las camas, se abalanzaron sobre las primeras canastas con pan que fueron colocadas en las mesas y corrieron para esconderlo por temor de que los despojaron de ese “tesoro”.
El pueblo no fue amable: para ellos todos habían sufrido con la guerra, los chicos por consecuencia no eran diferentes.
La Cruz Roja Internacional averiguó por las familias y todas sin ninguna excepción, habían sido asesinadas.
Entre la amargura, el deseo de sobrevivir, los celos, las relaciones forjadas, crecieron y se adaptaron en diferentes lugares.