Por: Jorge Rozemblum
Las fiestas religiosas judías responden a un calendario hebreo heredado de los tiempos en que existía el Templo en Jerusalén. Cuando hace menos de un siglo se normalizó la situación nacional retornando a Eretz Israel, muchas cosas que afectaban al pueblo judío habían cambiado en el mundo. El nuevo estado fue añadiendo nuevas efemérides, ahora sin vinculación bíblica, pero imborrables en la memoria colectiva judía: uno de ellos fue la Shoá, que eliminó en un instante (considerando la larga historia que recordamos) a una tercera parte de nosotros. Para ello, se inspiraron en una seña de identidad que se había rezagado a tiempos muy lejanos contra imperios hace siglos desaparecidos: la capacidad de rebelarse y resistir, tomando como ejemplo a un pequeño grupo de jóvenes que asombraron a los propios nazis a partir del Pesaj del año 1943 en el gueto de Varsovia.
El enfrentamiento duró meses y a pesar de la tremenda desigualdad de medios, puso en aprietos a los opresores. El espíritu de esa lucha se instituyó hace décadas como efemérides señalada en el calendario israelí (Yom Hashoá Vehagburá, Día del Holocausto y la Valentía), una semana después de finalizada la pascua y una semana antes de dedicar una nueva fecha (Yom Hazikaron, Día del Recuerdo por los Caídos) en memoria a las víctimas mortales de la construcción de la nueva nación, tanto en enfrentamientos bélicos como de mano del terrorismo. Cumplida esa jornada hay un giro total en el ánimo del país, que conmemora el Día de su Independencia (Yom Haatzmaut), que también fue el inicio de la contienda más desigual y con más muertos de su historia, enfrentándose a la invasión de todos los países limítrofes y algunos más allá de sus fronteras, prácticamente desarmados y con un ejército de milicias hasta entonces clandestinas y con sobrevivientes de la masacre en Europa en sus filas que a veces, incluso, desconocían el idioma hebreo del país por el que luchaban.
El nuevo calendario nacional nos conduce por una montaña rusa de emociones, desde la felicidad de la liberación de la esclavitud, al horror de la masacre indiscriminada, el precio de la defensa del último reducto de amparo y hasta el estallido de júbilo por volver a conformar una nación sobre el mismo terruño que arrasaron los invasores en represalia a la ofensa de no querer someterse a sus panteones y poderes. La independencia del estado de Israel comenzó mucho antes que la Shoá, la Guerra Fría o cualquier otra circunstancia histórica reciente que algunos supuestos expertos apuntan como punto de partida: se fue construyendo durante siglos de conexión entre comunidades dispersas, y empezó a cuajar cuando nadie fue ya capaz de controlar la barbarie de sus propias naciones contra una minoría que escapaba a las definiciones simplificadoras de religión o raza. Si hoy día el Holocausto no se ha repetido no es porque los odiadores hayan aprendido algo o se escondan, sino porque hemos tomado la rienda nacional de nuestras vidas, mal que les pese a los nostálgicos del hostigamiento.