Imprímeme

Mi amigo el nazi

Por: Raquel Goldschmidt

Este artículo fue escrito en memoria del Sr. Jan (Dick) Moss y su señora María, quien fue un policía nazi que arriesgó su vida por salvar a muchos judíos entre ellos gran parte de la familia del rabino Alfredo Goldschmidt

Quiero dedicar este artículo a mi amigo el periodista y escritor Ricardo Angoso quien me animó a escribir este episodio de la historia de la familia de mi esposo, el Rabino Alfredo Goldschmidt.

Mis suegros, Hermann y Else Sara Rosenfelder de Goldschmidt habían logrado escapar de Alemania poco antes de Kristallnacht. Sentí que ellos guardaban buenos recuerdos anteriores al horrendo capítulo nazi, de hecho, estaban siendo invitados por el gobierno alemán a visitar, la que en antaño había sido su “tierra madre”. Recibían juiciosamente una mensualidad del gobierno, como muchos otros judíos sobrevivientes del holocausto, para compensar en parte tanto daño y tanta pérdida humana. Recuerdo que visitaron Alemania donde les tenían un programa preparado, y trataban de convencerlos de regresar a vivir allí. Este tema no lo puedo abarcar, no lo conozco a fondo. Solo puedo decir que agradezco a ellos la decisión de no regresar a vivir allá, no hubiera sido capaz de ir a visitarlos.

Un día me enteré que ellos, a su vez enviaban un dinero a Holanda, a una población llamada Enschede y lógicamente pensé que se trataba de familia que aún tenían en esas tierras azotadas por el horror nazi, quise saber quién era nuestra familia, mi sorpresa fue cuando me comentaron que enviaban el dinero a un hombre que había sido un policía nazi. O sea, yo sabía que guardaban buenos recuerdos de su vida anterior, sabía que viajaban y por eso podían tener conexiones, okey, pero ¿enviar dinero a un policía nazi?, ¿cuánto se puede extrañar el pasado?...

Cuando salí del impacto, me animé a preguntar, incluso creo que fui un poquito grosera, ¡para qué le enviaban plata a un nazi, cuyo “credo” había destrozado a la familia, que habían asesinado a un tío enfermo, que habían botado por las escaleras a una tía y la habían dejado sin la posibilidad de tener hijos, y otros horrores que no soy capaz de escribir!

Y así fue como me enteré de esta parte increíble de la historia que relataré.

Ya había empezado la violencia pre-guerra contra los judíos en Alemania, muchos se la veían venir, entre ellos mi joven suegro quien recién casado con su esposa y sus dos hijos: Eli y José, y la abuela, la madre de mi suegra, -Alfredito aún no había nacido- resolvieron irse de Alemania, rumbo a la Argentina donde vivía, desde mucho antes de la guerra, la hermana de mi suegra: Berthe Rosenfelder. Ella había perdido a su esposo y era la más “open mind” de la familia, eso significa que no era religiosa, no se cubría la cabeza, no usaba ropa de falda amarrada al tacón y tampoco comía kosher. Ella había estudiado en la universidad y en algún momento de la vida había sido secretaria de Stefan Zweig, durante un par de semanas en un congreso de escritores que hubo en la Argentina, antes de la guerra, en 1936.

Mientras tanto, la violencia antisemita que se había desarrollado en Alemania contra los judíos, crecía a pasos alarmantes. Cuando sucedió la noche de los cristales –Kristallnacht- los judíos que quedaban en Europa no pudieron salir más, solo unos pocos lograron infiltrarse con ayuda de héroes que arriesgaron sus vidas para hacerlo.

El hermano de mi suegro: Julius Goldschmidt, estaba haciendo hajshará –preparación- para irse a Israel, en Holanda. La hermana de mi suegro: Rose Rosenfelder, viajó a los Estados Unidos, porque logró conseguir visa para ese rumbo. La abuelita paterna de Alfredo, Yetshen, viajó a donde su hijo Julius a Holanda, en busca de refugio.

En Holanda, Julius conoce a quien sería su esposa Ulla Shild, y realizaron su matrimonio en una pequeña ceremonia, cuya foto pueden ver en esta nota. Por esos días Julius se enfermó, y el médico nazi que lo atendió le diagnosticó un problema de sangre y resolvió aplicarle una inyección letal. Al saber esto Ula, enfrentó al médico quien la tiró por las escaleras quedando privada. Ella logró salvarse, pero al despertar, había perdido su primer bebé quedando imposibilitada para poder volver a concebir…

Hasta ahora, es una historia muy dolorosa como todas las historias que giran alrededor de estos asesinos a sangre fría. Pero hubo una luz entre tanta maldad.

Era un policía nazi, llamado Dirk -alias Dick- Moss, quien, entre otros pocos, lamentaba tanta injusticia y resolvió, con la ayuda de su esposa la señora María, desarrollar un plan: cada día, las autoridades holandesas recibían cartas de ciudadanos holandeses acusando dónde vivían judíos, al recibir las cartas, enviaban las cartas a los policías, para que fuesen a esos lugares a recogerlos y ser deportados a los campos de exterminio nazi. Lo que hacía el señor Moss, era que cada noche, muy tarde, se infiltraba en las oficinas, recogía todas las cartas que tenía acceso, las llevaba a su casa donde esperaba su señora quien ponía una olla de agua a hervir; con el vapor del agua ablandaba el pegante de las cartas, las abría y las leía. Esa misma noche iba de casa en casa a advertir que al día siguiente le darían la orden de ir por los judíos que vivían allí. No solamente les advertía, sino que les buscaba alojamientos (pagos), donde se podían esconder y les conseguía cupones de comida que se utilizaban a escondidas. Después de avisarles a las familias, volvía a pegar las cartas y las regresaba al lugar de donde las había tomado.

Entre las familias que salvó y ayudó a esconder estaba la abuelita de Alfredo, su nuera, y la familia de la nuera Ulla, entre quien estaba una primita lejana que pueden ver en la foto, llamada Esther.

Un día los nazis se enteraron que en esa casa se escondían judíos, la dueña de esa casa al ver acercase a los nazis, los escondió en una pared doble del closet, no podían hacer ruido, cualquier ruidito, y serían descubiertos y llevados al matadero humano. La pequeñita estaba muy asustada, a pesar de ser muy pequeñita, sentía el miedo que le transmitían sus abuelitos y sus tíos. Iba a empezar a llorar, y los nazis ya estaban dentro de la casa, se escuchaban sus pasos firmes de plomo, sus movimientos violentos y groseros, al verla su mamá, para salvar sus vidas le tapó la boca y la nariz, le permitía respirar cada dos segundos, de tal manera que no se escuchara su llanto retenido. Los soldados desordenaban, buscaba, los escondidos sentían que sus vidas pendían de un hilo, la dueña temblaba, porque sabía que si los descubrían, ella iría a parar a un campo de concentración especial para no judíos, era un campo de trabajo forzado pero no de exterminio.

No encontraron nada… se fueron los soldados nazis dejando una estela propia de ellos, llena de odio desenfrenado, de odio a la humanidad, de indiferencia frente al dolor humano, de ignorancia, de maldad… de inhumanidad.

La familia de Alfredo salvó sus vidas, y nunca, durante su existencia, mis suegros dejaron de agradecer al policía nazi el Sr. Moss y a su señora, a quienes conocimos durante una visita a Holanda. Llegamos a su casa, pasó por nosotros al paradero del tren. Nos recibió con una gran sonrisa, yo me sentía extraña, como que me jalaran mi alma de dos extremos, entonces tenía el alma estirada y permití que entrara el amor y el agradecimiento que sentí por esta pareja.

En casa de los Moss, nos relataron la historia con más detalle, nos mostraron fotos de aquella época, la olla donde hervían el agua para abrir las cartas, la foto del campo de concentración de trabajo forzado donde enviaron al señor Moss, cuando fue descubierto, y donde permaneció durante los últimos tres años que duró la guerra. Mientras que el Sr. Moss estaba en el Campo de concentración nació su primera hijita, quien lo vino a conocer cuando ella tenía tres años.

A esa visita, fuimos con los hijos: Deby, Azri, Aliza y David, en aquél entonces eran chicos. La familia Moss nos contó cómo él había conservado la radio de policía, ¡pues su hobbie era escuchar las llamadas de los policías!, después, nos dieron algunos regalitos y a mí me regalaron algo que disfruté mucho, y me hacía recordar mucho al Sr. Moss y su carácter alegre –aún hoy lo recuerdo- se trataba de un ratón. Era un juguete que realmente tenía el aspecto de un ratón, además era un ratón un poquito calvo y bastante feo. Cuando llegué a Colombia, mi entretenimiento, era ir a los mejores restaurantes, protestar al mesero por algo que había en mi comida, hacer que los meseros pusieran su mano para recibir “lo que había encontrado en la comida”, y esto siempre, venía acompañado por un grito del mesero y la caída del ratoncito al piso, el cual despertaba la atención de la gente alrededor, pero al ver nuestra risas se tranquilizaban. Hasta que un día uno de los meseros, con todo respeto me pidió prestado el ratón y poco después escuchamos proveniente de la cocina un grito acompañado de un plato roto… el mesero regresó para devolverme el ratón… y una enorme sonrisa de oreja a oreja.

La memoria del Sr. Moss y su señora se encuentran en el Museo de Yad Vashem, en Israel, entre “los Justos de las Naciones”, donde se sembraron árboles con sus nombres y una placa que resalta su memoria, que Dios los tenga en su alma.

La niña de la foto buscó por el internet y encontró a mi esposo, su primo, ambos estaban muy emocionados, ninguno sabía que aún vivían; ella tiene unos 78 añitos, pronto la irá a visitar a Detroit. Sospecho que será un encuentro muy emotivo. Tal vez tenga más historia qué relatar después de esa visita.