Por: Rivka Muñoz Sisa
Hoy hace un año a las 4.30 de la mañana llegué a Israel. Los 10 meses de espera por este viaje finalmente hacían efervescencia en mi estado anímico; tenía una ensalada de emociones por la cantidad de abrazos y despedidas de las últimas semanas, el sueño de empezar un nuevo ciclo en el país que se me había convertido en el destino obligatorio desde que mi papá se fue, las expectativas de recorrer los mismos pasos que dieron patriarcas, profetas, reyes y gente como yo de la cual sólo me separaba el tiempo, la sensación de finalmente poder hacer lo que siempre había soñado, y claro, la responsabilidad que sentía tener con el orgullo familiar; en palabras de mi papá y aunque no conocí a mi tatarabuela, ella estaría más que satisfecha de que uno de sus descendientes finalmente haya vuelto a conectarse con ese pasado del que ya nadie hablaba, pero que todos recordaban.
Había llegado a Israel, era la primera vez que pisaba la tierra de leche y miel como siempre había escuchado llamar desde pequeña, mis referentes eran las historias que escuchaba de mi papá: Ese país maravilloso que renació de la nada, el lugar donde todo lo que eras salía a flote, porque la tierra era como mágica; mostraba la naturaleza humana sin mascaras ni adornos. Imaginaba a un Israel semidesértico con gente vestida entre graciosas combinaciones de túnicas, jeans, velos y sandalias, esa era la forma que le había dado a ese Israel que había conocido por las clases de judaísmo previas a mi guiur, un Israel que mezclaba la historia y la modernidad, la religión y el sionismo, la escasez de recursos naturales, el ingenio y la tecnología. El Israel que imaginaba era un pequeño pero increíble país, lleno de gente fuerte que al menor peligro saldría a las calles a proteger su único hogar, si, también imaginaba a un país que podía estallar en cualquier momento, donde los misiles eran el pan de cada día, es un imaginario inevitable para alguien que jamás ha pisado Israel, y que su único referente son los libros, el cine y la televisión.
18 horas de viaje y tenía todos estos pensamientos dando vueltas en el estómago y la cabeza por igual, imaginando si en realidad vería a los pasajeros bajarse y besar el piso, pensando sí mi sionismo y anhelo de volver a casa me alcanzaría para sumarme a los que ya había visto hacerlo en fotos y videos. La primera parada fue en España, el aeropuerto de Barajas fue mi primer choque cultural; imaginaba a España muy distinta, no como una pasarela con la última moda de medio oriente, las mujeres con Hijab se podían contar 6 entre 10, Si, me estoy acercando, probablemente algo parecido veré en Israel. El segundo choque cultural fue en el Ben Gurión, el aeropuerto de Israel en Tel Aviv, en el preciso momento de aterrizaje, cuando me había decidido a hacer Shejeianu en cambio de besar la tierra, una avalancha de aplausos y vítores me sacaban de mi ensimismamiento, y es que así es Israel; te va derrumbando imaginarios y se va construyendo su propia y real imagen incluso antes de bajarte del avión. La emoción que tenía al llegar, se mezclaba con la conmoción de verme rodeada de gente aplaudiendo y dando voces y gritos de victoria por haber llegado de pronto a Israel o de pronto sanos y salvos, o de pronto a tiempo o antes de lo que esperaban, no lo sé. Me bajé del avión dispuesta a empezar mi aventura con la mejor energía, porque el trasnocho y los contrastes culturales no me iban a hacer olvidar que mi lista de sueños por realizar empezaban en el aeropuerto; el primer sitio donde podes cambiar tu nombre. Y así cambié a Andrea por Rivka, no es que me gustara mucho, pero para mí significaba todo, pues me lo había puesto mi papá cuando después de una larga conversación filosófica, aceptamos que el nombre hebreo según la tradición, marcaba la ruta de cada persona, y él estaba más que dichoso porque su hija pudiera unir todo lo que hubiera que unir en esta vida (Rivka según la tradición alude al concepto de unir dos fuerzas diferentes, a veces contrarias pero con la misma intensidad, con el fin de lograr un propósito mayor al que tienen por separado).
Las próximas semanas se volvieron un maratón de diligencias, que el cambio de nombre -en el aeropuerto lo podés hacer, pero luego debés volver a sacar teudá (I.D.) en tu ciudad y esta la tenés que pagar, así que esperé y recibí sólo una teudá en la ciudad a la que llegué- la cuenta bancaria, el seguro médico, el deposito del merkaz klita, las clases del ulpan de hebreo que empezaban ese mismo día que llegué etc. De milagro terminé cada diligencia y a tiempo, de milagro porque en hebreo solo sabía decir Shalom, y nunca encontré alguno de los tan famosos voluntarios que acompañan a los nuevos olim a hacer las diligencias y les indican todo en su idioma natal. Poco a poco fui aterrizando a la vida diaria, la real, esa donde te preocupas porque el presupuesto sea suficiente para todos los gastos, donde como buen recién llegado y sin obligaciones más que vos mismo, no esperas la menor oportunidad para ir de viaje a conocer cuánto lugar se te atraviese, empezaba a conocer el país, lo que más podía, a donde me invitaran iba y a donde no, procuraba que me invitasen; cada diligencia significaba un reto, antes de salir debía averiguar las rutas de transporte, fue así como el google maps y el moovit se volvieron mis mejores aliados -hasta experimentar muy a mi pesar que no siempre el GPS funciona correctamente- un par de frases en hebreo para saber expresar lo básico, donde queda el baño, cuánto cuesta esto o lo otro, y cuál era la manera más cortés pero efectiva para rechazar cuanta tarjeta de crédito me querían meter en los supermercados a manera de “regalo”.
Fue así como entre idas y venidas, todo ese Israel que había en mi mente se iba transformando en algo un poco diferente, un poco más tangible y terrenal. Al final ya terminaba imaginando a Rivka Imenu haciendo malabares para tratar de entender cómo usar la bendita Rav Kav -para mi sigue siendo un enigma, que el que entienda se apiade y me explique-, llegar al shuk, hacer las compras de la semana y alcanzar a entrar al doar o al banco, cerrando con broche de oro un día productivo y bien programado. Al final todo sale como no lo pensabas; perdes el bus por cuestión de segundos, aunque el chofer te vea, si cerró la puerta, la cerró. Cuando llegas al shuk no hay todo lo que necesitas, te vas para un supermercado y te cargas de más cosas que te diste cuenta a última hora que necesitabas y llegas sobre el tiempo y medio muerta al banco -el calor de Beersheva en verano es todo un reto-, y te enteras que la asesora de habla hispana no fue a trabajar en ese turno, vaya a saber porque, así que terminas recordando a la fuerza lo aprendido en el ulpán a la mañana. No importa, al final te salen las cosas, diferentes, pero te salen. Terminé acostumbrándome que aunque planeara, siempre se me iba a salir todo del molde, poquito o mucho, pero que se saldría, se saldría. Que las cosas iban tomando un ritmo muy a su antojo, y que aprender a cogerle el gustico y a fluir con ellas era el reto diario.
No voy a negar que aún hay cosas a las que me cuesta acostumbrarme, aunque cada vez menos; sigue siendo extraño que los carros paren para darme paso y no al contrario, ya poco a poco se me quitó la paranoia de no sacar el celular en lugares públicos, hoy por hoy es casi como mi libreta manual. Sólo un par de veces por reflejo, revisé los billetes por si había uno falso, la costumbre la perdí y debo decir que me exalto cuando una cajera lo hace, es algo de otro mundo. Descubrí que los misiles son cosas que las vi en Israel, pero sólo por televisión, hasta ahora no he visto ni oído ninguno personalmente, y creo que si lo llego a hacer, ya estoy tan acostumbrada a la tranquilidad que se vive que sólo podría pensar que gracias a Dios tenemos Kipat barzel y entre cada 10 israelís 5 están en el Tzaba como reserva o activos. Puedo andar tranquila a cualquier hora del día y de la noche por la ciudad, los robos a mano armada son casi un mito, así como los modales.
Me he visto en más de una conversación buscando entre todos, la manera de enseñar a los israelís el arte y la buena costumbre del gracias y el por favor, creando clases imaginarias de caballerosidad y atención que solo los rusos podrían impartir de mejor manera, clases donde deberían haber lecciones como: “La bonita costumbre de saludar y responder”, “Aprenda a diferenciar entre hacer una pirámide y una fila”, “Hablar sin gritar, del mito a la realidad” etc. y el por qué está de más empujarse por entrar al bus, ya que de todas maneras le van a terminar dando el puesto a la señora con el bebe o al anciano. A veces pienso que si llega el surreal día en que la mayoría de israelís aprendan esto, de alguna manera ya no van a ser israelís, es como un sello, algo muy identitario, que aunque no gusta, es parte de la cultura, una rudeza que es inherente y que a pesar de todo, si ya no existiera podría extrañarla, aunque estoy segura que no voy a tener que enfrentarme a ese dilema.
Por otro lado, no es imposible encontrar al mismo chofer que te cerró la puerta en la cara cuando llegaste un segundo después, esperándote en la calle el tiempo que sea necesario y sin pitarte hasta que pases tranquilamente, todo esto sin necesidad de semáforo. El que se te adelantó en la cola del súper y sin el menor remordimiento te restregó en 5 minutos el hecho de que estas parado ahí más de 15 minutos, es el que te puede terminar regalando en Purim orejitas de amán, sufganiot en Januka, o en el mayor de los casos, terminas siendo invitado a su boda de manera indirecta, pues en Israel es muy fácil terminar de invitado en la boda de alguien que no conoces, es algo cultural, aparte de que pasas casi desapercibido ya que generalmente, la cantidad mínima de invitados es de 200 personas.
Israel es un lugar de contrastes, un pequeño e increíble espacio donde se mezclan de mil maneras distintas; historia, modernidad, rudeza, bondad, religión, sionismo, guerra, tranquilidad, hermandad, esperanzas y prisas. Un país que te va sorprendiendo constantemente, te va envolviendo y se te va revelando sin lentitud, sin paciencia, todo muy rápido como es propio de su ritmo de vida, que te va llevando a moverte en un compás que vas aprendiendo a medida que lo bailas. Un país que se te va metiendo por los poros hasta volverse aliento, un país que muy a menudo lo imagino como cardumen, de esos donde millones de peces forman un sinfín de figuras, que aprende a utilizar las corrientes para transitar en el océano, y que se dirige de forma colectiva, actuando en unanimidad, mostrando sus mil caras y su único sentir; el de libertad en su propio hogar. Un país que sin darme cuenta terminé amando, no al que conocí por medio de historias e imaginarios, sino al real, al que aplaude en cada aterrizaje, al que va a mil por hora y todo lo quiere ya porque el después puede que no exista, al país del no te espero un segundo, pero me quedo con vos ayudándote cuando lo necesites, así me lo pidas o no.
Y así es como ya llevo un año aquí, aprendiendo a fluir con el ritmo de este hogar, dando pasos, cumpliendo sueños, modificando caminos, reconociendo mi lugar en el grupo, y disfrutando del paseo. Cumplí el primer ciclo, el del reconocimiento y la adaptación. Aprendí de varias culturas, todas diferentes, pero en el fondo similares, las abracé por un momento, las sentí mías y continué. Sigo caminado y sorprendiéndome en este lugar tan pequeño y a la vez tan extenso, sus 3.000 años de historia siempre tendrán algo nuevo que contar, así que con lista en mano voy uniendo historia con actualidad, ideales con realidad.
ND: Hay quienes tienen una imagen equivocada de los integrantes de las nuevas comunidades judías llamadas comúnmente comunidades emergentes. Es nuestro deber como judíos cumplir con la halajá de proteger al converso y amarlo. Quien no apoya, acerca ni ayuda a estas comunidades en general, y a sus miembros en particular, está transgrediendo una halajá tan grave como la de comer cerdo o la de no cuidar las festividades. Se necesita revisar la conciencia y proyectarla. La autora de este artículo realista, y a la vez hermoso, es una joven que aprendió a amar el judaísmo y a Israel desde el seno de su familia y de la comunidad Mesilat Yersharim – Una de las dos comunidades emergentes de Cali, cuyo presidente es el Sr. David Valencia, vicepresidente Boris Alexandrovich, bajo la guía espiritual del moré Yaacov Botero-.