Por: Ricardo Angoso
Las matanzas contra los ciudadanos occidentales, que comenzaron en Nueva York en el 2001 y que continuaron con su estela sangrienta en Madrid, Londres, París, Bruselas, Berlín, Niza, Manchester y tantos otros lugares, tienen un hilo conductor: el odio de los islamistas más radicales hacia Occidente. Hoy fue Barcelona, mañana quién sabe donde atacará el terrorismo islamista.
“¡Welcome refugees!”, colocaban en sus balcones los ayuntamientos de extrema izquierda en Barcelona y Madrid. Abrieron sus puertas sin mirar a quien entraba y acogieron con los brazos abiertos a miles de integristas islámicos. Las consecuencias a la vista están. Ahora millones de ciudadanos inocentes pagamos por sus errores, por sus demenciales políticas de acoger en nuestras casas a auténticos asesinos. Los que ayer atentaron en Barcelona y causaron varios muertos y decenas de heridos son nuestros vecinos, no busquen lejos de sus fronteras, los tenemos dentro. Son la quinta columna del odio a Europa y sus valores: los integristas musulmanes. Nos odian y nos odiarán siempre. Somos sus enemigos, ni más ni menos.
En definitiva, la inquina y el desprecio del Islam más brutal, con todas sus arcaicas ideas y retrógrados principios, es hacia la Europa de las libertades, el progreso y los Derechos Humanos. Nos matan porque nos odian, nos odian porque no pueden aceptarnos libres y viviendo en armonía pacífica con nuestros vecinos. Es una guerra santa declarada del integrismo más intransigente, racista y vetusto contra la Europa de las luces y la razón, pero también contra aquellos que en otras latitudes del mundo se inspiraron en estas ideas para construir sociedades libres y abiertas. Tienen un rencor de siglos que alimentan con su miseria intelectual y moral.
No aceptarán nunca que vivamos en sociedades libres, donde las mujeres pueden votar, pasear libremente sin llevar un burkah y sin pedir permiso a sus maridos; no aceptarán nunca que hombres y mujeres de todas las condiciones y colores sean iguales y pueden tener los mismos derechos. No nos perdonarán nunca que no colguemos a los gays en grúas, tal como hacen en la progresista Irán que, por cierto, financia a grupos de izquierda como Podemos y regímenes abyectos como el de Nicolás Maduro. O, simplemente, que no arrojemos a las adulteras o a los homosexuales desde un quinto piso para que después una turba –no merece otro nombre- de buenos musulmanes los remate a pedradas, siguiendo las rancias tradiciones islámicas que en nombre del Profeta se “instalaron” en los territorios bajo la férula del autodenominado Estado Islámico.
Nos matan porque bebemos alcohol, porque no aceptamos quedarnos en la Edad Media, porque nos gusta la música, porque bailamos, tocamos el piano y porque nos negamos a aceptar vivir en regímenes teocráticos que viven anclados en la prehistoria. Ellos queman los vinilos, destruyen las radios, queman los libros prohibidos, casi todos, todo hay que decirlo, y se irritan con cualquier cosa que huela a tolerancia, progreso y libertad. Son los nuevos nazis, los bárbaros del siglo XXI que matan a los cristianos, degüellan a los infieles y miran hacia la Meca sin olvidar que su objetivo final es destruir esta Europa democrática, plural, librepensante y sustentada en esos valores fundamentales de la revolución francesa que se ganaban a sangre y fuego en las calles al grito de “¡Libertad, Igualdad y Fraternidad!”. Eso, a esos miserables asesinos, les suena a chino y alimentan su odio con nuestra sangra, muerte y dolor.
Este odio y este rechazo hacia nosotros, porque por eso nos están matando, ya lo definía muy gráficamente hace años la fallecida periodista italiana Oriana Falacci: “Para comprenderlo –el odio- basta mirar las imágenes que encontramos cada día en la televisión. Las multitudes que abarrotan las calles de Islamabad, las plazas de Nairobi, las mezquitas de Teherán. Los rostros enfurecidos, los puños amenazadores, las pancartas con el retrato de Bin Laden, las hogueras que queman la bandera americana y el monigote de George Bush. Quien en Occidente cierra los ojos, quien escucha los berridos Allah-akbar, Allah-akbar".
Nos matan porque somos seres impuros ante sus ojos. Nos matan porque nos consideran inferiores, pecadores, merecedores de la muerte y porque no somos dignos de pertenecer a su fanática secta. Nos matan porque somos hombres de bien que aceptamos a las mujeres como son y porque no tenemos problemas en tener amigos gays. A sus ojos, claro, somos impuros y lo seremos de por vida, tal como bien explica la ya citada Fallaci: “En cuanto a los que se arrojaron contra las Torres y el Pentágono, los juzgo particularmente odiosos. Se ha descubierto que su jefe Muhammad Atta dejó dos testamentos. Uno que dice: “En mis funerales no quiero seres impuros, es decir, animales y mujeres”. Otro que dice: “Ni siquiera cerca de mi tumba quiero seres impuros. Sobre todo los más impuros de todos: las mujeres embarazadas”.
¿Se puede estar más locos, se pueden abrazar ideas más medievales que las que abrigan estas gentes en su interior? Realmente los que estamos locos somos nosotros por haber aceptado y tolerado este pensamiento aborrecible en nombre de una supuesta moral democrática y unas ideas de tolerancia que nada tienen que ver con la defensa firme de las libertades y los valores fundamentales del hombre. Pero la peor parte se la lleva la izquierda, que siempre calla, asiente y pide respeto a estos energúmenos, a estos asesinos sin piedad, mientras consiente y tolera que miles de cristianos sean asesinados en el mundo árabe y Africa por esta gentuza sin escrúpulos. Los musulmanes de Europa exigirán cada vez más, pues ellos no piden ni negocian sino que exigen e imponen. “Pues negociar con ellos es imposible. Razonar con ellos, impensable. Tratarlos con indulgencia o tolerancia o esperanza, un suicidio. Y cualquiera que piense lo contrario es un pobre tonto”, resumía muy atinadamente Fallaci.
Nos matan, y voy concluyendo, porque nuestra democracia es débil frente a esta nueva amenaza que ya está aquí y que cada día que pasa, como una gran bola de nieve, nos va sumiendo a todos en una pesadilla infernal de sangre y fuego, destrucción y horror. Nos matan porque al igual que en la década de los treinta del siglo pasado, cuando los fascistas se conjuraron para destruir las democracias en Europa y casi lo consiguen, los demócratas somos (y fuimos entonces) débiles y no hicimos nada para detenerlos. Luego para pararles tuvimos que recurrir a la guerra y las consecuencias son la ya consabidas: sesenta millones de muertos, el continente hundido física y moralmente y media Europa en manos de la tiranía comunista. Hoy, si no reaccionamos con fuerza, si no nos unimos frente a estos bárbaros, el día que seamos conscientes del peligro que se cierne sobre nosotros, será demasiado tarde y ya nada podremos hacer más que aceptar nuestro propio suicidio. Nuestra agonía. Y la larga noche, quizá, caerá para siempre sobre toda la humanidad. Nos matan porque no somos capaces de reaccionar y tenemos miedo, sobre todo por eso último nos matan y, lo más triste del caso, es que lo saben. Y nos matan porque algunos los reciben, no olvidemos el lema de Manuel Carmena en Madrid: “¡Welcome refugees!”. Bienvenidos a casa, criminales.