Por: Ricardo Angoso
Los últimos acontecimientos que se suceden en Europa, más concretamente en el seno de la Unión Europea (UE), vuelven a poner sobre la mesa la fragilidad del proyecto europeo y las carencias que presenta de cara a su acción exterior. La crisis de los refugiados, por ejemplo, ha revelado una falta de coordinación total, una escasa voluntad política por llegar a un consenso entre todas las naciones para hacer frente a la mayor crisis migratoria desde la Segunda Guerra Mundial y, en definitiva, la disparidad de criterios que conviven en el interior de la UE.
Desde que comenzara la guerra de Siria, que se vino a unir a los largos y complejos conflictos de Irak y Afganistán, la mitad de la población siria, unos once millones de personas que tuvieron que abandonar sus hogares por la guerra, se encuentra en la situación de refugiados externos o internos dentro de sus propias fronteras. De esos once millones algo más de dos están refugiados en Turquía, más de un millón han cruzado las fronteras de Europa y el resto se encuentran diseminados por medio mundo. Un gran reto, que se ha unido a los ya permanentes flujos migratorios que soporta la UE desde el Magreb, Africa y Oriente Medio en general, que ha mostrado la inexistencia de una política común europea sobre cómo afrontar el problema y la falta de previsión de nuestros líderes.
A la política de puertas abiertas practicada por la canciller alemana, Angela Merkel, se le vino a oponer el rechazo unánime que esta apertura de fronteras generó en los países centroeuropeos, pero especialmente en Austria, Eslovenia, Hungría y Croacia. En una situación de grave crisis económica, haciendo enormes sacrificios la población y recortando las pensiones y subsidios sociales, e incluso con bajos niveles de renta, como es el caso de Hungría, la gente no comprende que sus ejecutivos sean tan solidarios y generosos con los que vienen de fuera y no se anden con contemplaciones con los miles de ancianos que sobreviven con pensiones de miseria.
Luego la infinita solidaridad de Merkel, abriendo las fronteras sin ningún control y sin apenas supervisar el origen de los que llegaban, ha creado una crisis sin precedentes en la UE. Primero el efecto llamada, es decir, que miles de refugiados más procedentes de casi todas partes del mundo, pero especialmente de Afganistán, Irak, Kosovo, Siria, Somalia, Sudán y Etiopía, comenzaran una carrera a la desesperada por llegar hasta cualquier país europeos y desde allí dirigirse hacia Alemania. Una locura desenfrenada que aún no ha concluido.
Y en segundo lugar, pero no menos importante, es el aumento de la inseguridad y la delincuencia en las calles alemanas, tal como se pudo ver en los tristes acontecimientos ocurridos en la celebración del año nuevo en Colonia. Está bien ser solidarios, recibir refugiados, acogerlos, darles atención médica y educativa, pero se debe hacer siguiendo unos mínimos controles y sabiendo a quien le otorgas el estatuto de refugiado. Nunca se había visto tanta irresponsabilidad a la hora de afrontar una de las mayores crisis migratorias de la historia de la humanidad; Merkel erró el tiro y ahora su opinión pública la tiene contra las cuerdas.
Pero aún hay más: tenemos el Brexit, ya con fecha definida (el 23 de junio de este año), en que los ingleses decidirán si se quedan o no en las estructuras europeas, el desafío de Turquía, que cada día pasa se aleja más de los valores y principios de la UE y, finalmente, en enfriamiento de las relaciones con Rusia y las consecuencias políticas, económicas, comerciales y diplomáticas que acarrea esa suerte de regreso a la guerra fría.
En lo que respecta al Brexit, hay que reconocer la valentía del primer ministro británico, David Cameron, quien se opone con ahínco a la posibilidad de un Reino Unido fuera de la UE y que busca una nueva relación entre su país y la UE. La campaña será dura, sobre todo porque la división en el seno de los conservadores ha llegado hasta el mismo gobierno y el euroescepticismo ha calado en las filas del partido gobernante, de tal manera que hasta el emblemático y carismático alcalde de Londres, Boris Johnson, está apoyando el Brexit, es decir, la salida del Reino Unido de la UE, habiendo sido uno de los duros golpes sufrido por Cameron en el interior de sus propias filas. Duro pero que no hace imposible la tarea; los británicos son la gente más pragmática y realista del mundo y cuesta creer que vayan a convertirse en pleno siglo XXI en una suerte de Corea del Norte capitalista enclavada a apenas unos kilómetros de las costas francesas.
Luego está el asunto de Turquía, un país que sigue su ya casi irreversible viaje hacia ninguna parte y que por obra y gracia de su presidente, Tayyip Erdogan, se ha convertido en una autocracia. Habiendo abandonado ya casi todos los valores y principios europeos sustentados en el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales, en los últimos tiempos el ejecutivo turco ha detenido a periodistas, ha reprimido brutalmente manifestaciones cívicas y ha roto las relaciones con las organizaciones kurdas locales, habiéndose enfrascado en una nueva guerra -imposible de ganar- con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK).
Han preferido abandonar el diálogo en aras de continuar por la vía armada un largo conflicto que ya ha causado miles de muertos, ha destruido centenares de aldeas kurdas y ha generado un drama humano no cuantificable, rompiendo los puentes que se habían tendido entre el ejecutivo de Ankara y el PKK. Mejor dicho: dinamitándolos. Turquía ya no es un modelo de desarrollo para el mundo musulmán; la antaño república laicista, democrática, republicana y moderna es hoy una caricatura de sí misma, la demostración de que el mundo musulmán atraviesa una seria regresión.
Sobre las relaciones de la UE con Rusia, la torpeza y la ignorancia sobre la historia de esta gran nación han estado al orden del día por parte de la mayor parte de los dirigentes europeos. Apoyaron a un gobierno de corte autoritario, casi fascista, en Ucrania y forzaron a Rusia para que interviniera en favor de su importante minoría rusa en esa ex república soviética. Los rusos son más del 20%, según fuentes extraoficiales, y viven mayoritariamente en las regiones ucranianas del Este cercanas a la frontera con Rusia. Una merma en sus derechos fundamentales, pero sobre todo en lo que se refiere a la utilización de la lengua rusa, era una afrenta muy grave que Moscú nunca aceptaría. La UE, el gobierno parafascista de Kiev y los gobiernos rusofóbicos de Europa, con Polonia, Lituania, Letonia y Estonia a la cabeza, le dieron a Rusia la coartada para intervenir en las regiones del Este y anexionarse Crimea tras alentar un proceso secesionista en esta estratégica península. Recomponer ahora las relaciones con Rusia será una tarea titánica que requerirá un enorme esfuerzo político y diplomático por ambas partes.
@ricardoangoso