Por: Ricardo Angoso
Ana María Goldstein tenía apenas dos años cuando los nazis invadieron Hungría y perpetraron una de las mayores matanzas de la historia de ese país. Siguiendo la estela del macabro plan denominado como la “Solución Final” y con la ayuda de los fascistas locales, 600.000 judíos húngaros fueron asesinados en los campos de concentración. En Budapest, muchos fueron fusilados a orillas del río Danubio.
El Holocausto, que sembró de terror a Europa, causó la muerte de seis millones de judíos. De esa Europa turbulenta, ensangrentada y siniestra, tierra sin piedad para los judíos, nos habla Goldstein en un libro publicado recientemente y en esta entrevista realizada a su paso por Bogotá. Mucho antes de que llegaran los nazis, los verdugos voluntarios de Hitler, que los hubo en toda Europa, también en Hungría, comenzaron la persecución de los judíos.
Recuerdos del Holocausto
Ricardo Angoso: ¿Qué puede pensar y cómo veía una niña cómo usted todo lo que sucedió a su alrededor en aquellos tiempos turbulentos del Holocausto, la guerra y la ocupación nazi?
Ana María Goldstein: Lo veía a través de las experiencias contadas por sobrevivientes, de las caras de angustia y tristeza que veía en mis padres. He necesitado unos treinta años para hablar de todo lo que había ocurrido. Yo no me he atrevido a considerarme una sobreviviente del Holocausto mismo, siento que sería como usurparle el dolor a los que pasaron por los campos. Soy reflejo del trauma que sufrió la generación que quedó viva, los que nacimos durante la guerra.
R.A.: ¿Qué significado tuvo el Holocausto para su familia?
A.M.G.: Mi familia, casi toda, pereció en el Holocausto. Mis abuelos maternos, paternos, tíos y primos. De una familia muy numerosa fueron asesinados casi un centenar de personas. He investigado estas muertes y están todas documentadas, tengo datos sobre las fechas de los transportes, inclusive el número del vagón en el que fueron deportados. Mi tía que sobrevivió Auschwitz vio cómo la hermana de mi madre y sus hijas de 15 y 12 años eran llevadas a las cámaras de gas. Estas no son historias que yo haya visto en películas o leído en novelas, sino que conozco de primera mano. He conseguido muchos documentos procedentes de Alemania, Checoslovaquia y Hungría que me han servido para tener las pruebas.
Hungría, siempre presente
R.A.: Todo lo que le ocurrió, y también a su familia, ¿no le dejó una relación de amor-odio con Hungría, su país de nacimiento?
A.M.G.: En cierta medida, sí. Tengo intenso amor por el idioma húngaro y también guardo con nostalgia los buenos recuerdos de mi infancia y el cálido ambiente familiar del que pude gozar entonces. Pero también tengo resentimiento, e indignación, no odio, hacia los húngaros que habiendo convivido bien con los judíos durante tanto tiempo pero que a la hora de la verdad acabaron colaborando de una forma voluntaria y vergonzosa con los nazis. Los alemanes entraron en Hungría el 19 de marzo de 1944 con un contingente muy pequeño. Entonces, ¿cómo fue posible que en escasos dos meses fueran exterminados 600.000 judíos húngaros? Sin la colaboración del gobierno húngaro y de esos ciudadanos comunes y corrientes, nunca se hubiera podido producir esa masacre tan brutal. Por el otro lado siento un gran respeto por aquellos húngaros que ayudaron a muchos judíos a sobrevivir a pesar del peligro que ellos mismos corrían. Una prima sobrevivió gracias a una familia húngara, para ella desconocida, que la escondió durante semanas.
R.A.: También hubo un diplomático español, Angel Sanz Briz, que ayudó a salvar judíos, ¿oyó hablar de este tema en Hungría entonces?
A.M.G.: Fue un caso muy conocido pero muy posteriormente a los mismos hechos. También se supo de Giorgio Perlasca, un italiano que ocupó el lugar de Sanz Briz cuando aquel tuvo que salir llamado por su gobierno, y que continuó con esas tareas humanitarias. Ninguno de los dos se vanaglorió jamás de lo que habían hecho, decían que simplemente hicieron lo que creían era su deber como seres humanos que eran. Salvaron miles de vidas. Hubo otros como ellos, el diplomático sueco Raoul Wallenberg a quien le debemos protección mi madre y yo, el suizo Carl Lutz, y alrededor de 800 húngaros cristianos cuyos nombres también están inscritos en la lista de los Justos Entre las Naciones en Jerusalén. Entre ellos se encuentra Vasdényei István, director del campo de Kistarcsa donde fue internado mi padre.
Una infancia truncada
R.A.: ¿Cómo vivía su familia aquellos tiempos fatídicos?
A.M.G.: Desconocíamos totalmente cuál era el destino de nuestros seres queridos. Cómo nos prohibieron viajar en trenes, nos quitaron los radios y se interrumpieron las comunicaciones no pudimos tener noticias de la familia. Tuvimos que colocarnos la estrella amarilla, carecíamos de comida, debíamos trasladarnos al ghetto. De allí nos escapamos y vivimos escondidos con papeles falsos. Mientras tanto mi padre estuvo detenido en el campo de Kistarcsa.
R.A.: ¿Qué ocurre en el ser humano para convertirse de una persona normal a un vulgar criminal?
A.M.G.: Creo que es un cúmulo de frustraciones y odios heredados, aprendidos y acumulados. El individuo pierde su identidad y da rienda suelta a su interior más perverso en un furor contagioso.
R.A.: ¿Vivió eso en primera persona, conoció húngaros que vivieron esa transformación?
A.M.G.: No, era demasiado pequeña para tener recuerdos propios a ese respecto.
R.A.: ¿Cómo se puede vivir tras una tragedia como la que vivieron sus padres, por ejemplo?
A.M.G.: Nunca me atreví a preguntarles a mis padres porque me tuvieron a mí en 1942, en plena guerra, pero tengo la convicción que lo deseaban plenamente. El deseo de continuar, dar vida cuando la vida peligraba era un desafío y a la vez esperanza en un futuro mejor. Tengo una prima que perdió toda su familia, fue la única que sobrevivió en Auschwitz y nos quedó su testimonio. Emigró a EEUU y cuando se casó se decidió a tener una familia grande. Tuvo muchos hijos, nietos y ahora biznietos. Es su manera de decirle al mundo que no lograron extirparnos, que aquí seguimos. Pero quiero que reflexione, los que quedamos en Hungría fuimos casi en su totalidad hijos únicos.
Sobrevivir al Holocausto
R.A.: Muchos que sobrevivieron al Holocausto se suicidaron, ¿no le llama la atención?
A.M.G.: Hubo las dos reacciones: el que no pudo rehacer su vida y se hundió en el desespero, y el que siguió adelante con los dientes apretados y tremenda fuerza de voluntad para resistir todos los avatares de la vida.
R.A.: ¿De sus amigos de la infancia, de la gente del pasado en Hungría, ha vuelto a saber algo?
A.M.G.: Sí, de los que se escaparon durante la revolución de 1956. Tengo amigos de esa diáspora en Alemania, Estados Unidos e Israel. Algunos otros ya han muerto.
R.A.: ¿Ha vuelto a Hungría después de abandonar el país?
A.M.G.: Sí, muchas veces, sobre todo cuando vivían mis padres. Llevaba a mis hijos para que compartieran con sus abuelos. Tienen unos recuerdos maravillosos de esos veranos que pasamos allá. Hace ocho años, hicimos un gran viaje familiar y llevamos por primera vez a mis nietos para que conocieran sus raíces. Les mostramos donde vivíamos, mi colegio, nuestra casa de campo y recorrimos aquellos lugares que tienen que ver con nuestro pasado. Fuimos al cementerio a visitar la tumba de mis padres y recordar las víctimas frente al monumento a los mártires. También rendimos homenaje ante las placas conmemorativas y las esculturas erigidas en memoria de Raul Wallenberg, Sanz Briz, Perlasca, Carl Lutz, y otros más.