Por: Ilana Spath Hitzig
Desde muy pequeña mis padres han sido enfáticos en recordarme que somos una familia de inmigrantes. Las historias y peripecias que tuvieron que enfrentar mis bisabuelos e hijos para establecerse en Colombia han sido tema en las sobre mesas, encuentros familiares y un sin número de ocasiones. Pero nunca antes había estado tan cerca de entender lo que significaba ser judío en la Europa de principios del siglo XX como hasta hace dos meses cuando mi madre y yo, emprendimos un recorrido juntas rumbo al este del Viejo continente.
Conocer Praga, Viena y Budapest, todas antiguas ciudades del imperio austro-húngaro, fue como viajar al pasado. Mi madre soñaba con probar un plato de borscht y un Apple Strudel como el que le preparaba su abuela mientras yo me empeñaba en aprender sobre aquella historia gris que mi abuelo prefirió jamás contar. Visitar los guetos judíos significó comprender porque nunca mis abuelos quisieron volver a sus países de origen.
El barrio Josefov en Praga, donde antiguamente llegaron a vivir más de 180,000 judíos, alberga hoy tan solo seis sinagogas. El recorrido turístico dentro del gueto inicia con una visita a la sinagoga Pinkas en cuyas paredes está escrito el epitafio más largo del mundo en honor a quienes murieron en los campos de concentración. Contiguo a esta se puede visitar el Antiguo Cementerio Judío, un lugar único, con más de doce capas subterráneas de tumbas que fueron cavadas a lo largo de los siglos debido al poco espacio disponible que tenían los judíos para sepultar a sus seres queridos. Luego, entrar al edificio de la Chevra Kadisha es una parada obligatoria. Esta sociedad fue fundada en 1564 por el rabino, Eliezer Ashkenazi, convirtiéndose en unas de las instituciones más antiguas e importantes de este género. En su interior se encuentran piezas y objetos históricos muy valiosos. A su salida se encuentra la sinagoga Klausen donde se dice que en el siglo XVI, existía un centro de estudios talmúdicos en el cual el famoso rabino Loew, artífice de la figura del Golem, dictaba clases. Posteriormente se puede hacer una parada en la sinagoga Maisel la cual sirvió como museo de Hitler para la “raza extinta” y hoy en día es parte del museo judío de la ciudad.
A unas pocas cuadras de esta se erige la sinagoga Vieja – Nueva, el edificio más antiguo del gueto. Data del año 1270 y sobrevivió a toda clase de inundaciones, incendios y saneamientos. A su lado se encuentra el ayuntamiento y símbolo del Josefov donde eran reportados quienes debían ir a los campos de concentración durante la guerra. El recorrido del gueto finaliza con una visita a la sinagoga Española (segunda mitad del siglo XIX), una de la edificaciones más bellas de la ciudad. Se caracteriza por su estilo mudéjar-español y tiene en su interior adornos en oro y un hermoso órgano. En las tardes se oficializan conciertos para los amantes de la música clásica. A una hora de la ciudad se encuentra el campo de concentración Terezin, un lugar al que mi madre y yo preferimos no acudir, pero para el cual salen excursiones diarias.
Praga es sin duda una ciudad hermosa. Su diseño es perfecto y es un icono de la arquitectura mundial. Sus calles están llenas de cultura, en sus iglesias tocaron maestros como Mozart, centenares de feligreses católicos se dirigen a ella para visitar al niño Jesús de Praga por lo menos una vez en sus vidas, la moda es elegante, y su gastronomía es muy rica en sabores, más sin embargo, su historia tiene matices grises. Matices que como judío son inevitables no percibir.
Lo mismo sentí cuando llegamos a Budapest – una ciudad majestuosa y geográficamente privilegiada con un Danubio que la divide en dos: Buda y Pest.
A pesar de haber dejado de ser un estado comunista tan solo hace 26 años, la capital de Hungría, es hoy uno de los destinos turísticos más recomendados por todas las guías de viaje. En ella no solo se encuentran las aguas termales y spas más famosos del mundo sino la sinagoga más grande del planeta. En el corazón del gueto judío, en la calle Dohány y a un costado de la casa donde nació el padre del sionismo, Theodor Herzl, se destaca la Gran Sinagoga de Budapest. Esta construcción de 1859 tiene elementos moros y del romanticismo. Aunque el templo Emanu-El en Nueva York dispone de más sillas, la sinagoga de Budapest tiene un área de construcción mayor. En ella pueden sentarse cerca de tres mil personas. Fue diseñada por el arquitecto vienés, Ludwig Förste, y curiosamente resistió los bombardeos de los aliados a finales de la Segunda Guerra Mundial. Se dice que debido a sus dos altas torres, los nazis utilizaron la sinagoga como un comando de control desde donde se les facilitaba comunicarse por radio entre ellos. A la llegada de los aliados a Hungría, los nazis cubrieron la sinagoga con su bandera pero la edificación sobrevivió lo varios bombardeos en parte debido a su doble techo. El periodo de restauración tardó tres años y fue completado en 1996. En el ala izquierda y patio de esta, se encuentran enterrados más de 2000 mil personas quienes perecieron dentro del gueto durante la guerra. En el patio trasero se encuentran dos esculturas en homenaje a las víctimas del Holocausto. Uno es un sauce llorón, construido por el escultor húngaro, Imre Varga, en cuyas hojas metálicas están escritos los nombres de miles de judíos y otro es un bello mural en vidrio.
En Hungría vivían alrededor de 800,000 judíos; siendo esta la segunda comunidad más grande después de Polonia. Durante el Holocausto fueron exterminados 600,000 de ellos. Hoy en día hay 80,000 judíos en Budapest y existen 26 sinagogas en la ciudad. Visitar el barrio y sus alrededores es una experiencia que no se debe desaprovechar de ser posible.
Estar tan cerca del lugar donde nacieron mis antepasados ha sido una de las oportunidades más bonitas y conmovedoras de toda mi vida. Ahora entiendo porque mi abuelo nunca quiso contarnos acerca de ese pasado oscuro, un pasado, sin embargo, el cual tenemos el deber de nunca dejar olvidar.