Por: Jack Goldstein
Siguiendo con un recuento de la historia de comunidades judías en diferentes y remotas latitudes, hoy le corresponde el turno a la comunidad de Papeete, en Tahití, esa idílica isla en la mitad del Pacífico Sur y cerca de otras paradisiacas, como Bora Bora.
Como dice aquel chiste judío, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial y sus desastres, un señor decide hacer maletas y emigrar a tierras distantes, lejos de las maldiciones del continente europeo. Ve un mapamundi y encuentra a Australia y dice a sus amigos que es allá donde quiere ir. “¿Y tan lejos?” le preguntan. “¿Lejos de qué acaso?” responde. El cuento aplica también a Tahití, lejos de cualquier problema, muy seguramente, lejos del antisemitismo pero cerca de las oportunidades que un lugar turístico puede traer.
Pero la historia judía en la Polinesia antecede al drama del Holocausto. Los primeros en llegar fueron aventureros que se hicieron a la mar. La historia habla de un Alexander Salmon, hijo de un banquero de Londres que por motivos desconocidos se embarcó y terminó casándose casó con una princesa isleña. El cacique de la tribu Teva, frustrado con el amorío prohibido de su hija, optó por suspender por tres días -casi que el mejor estilo de ciertos mullahs y rabinos- la ley que prohibía casarse con foráneos, tiempo durante el cual celebraron en grande las nupcias. De esa unión nació la última reina de Tahití.
Eventualmente, la escasa población judía se asimiló y se convirtió al catolicismo. Hoy en día, la comunidad data de la década de los ´60´s y está constituida principalmente por inmigrantes de Argelia que apenas suman más de un centenar de almas. La Asociación Cultural de Israelitas y de Simpatizantes de la Polinesia (ACISPO) es la figura que los representa. La comunidad hoy en liberal, mezclada con no-judíos. Cuenta con una nueva sinagoga y mikve construidas en 1993 pero no cuenta con rabino local.
Tahití es otra prueba más de nuestra capacidad de migrar a tierras remotas y organizar así sea una incipiente vida comunitaria.