Por: Jack Goldstein
Me atrevo a opinar que la cualidad más admirada es nuestra unidad, nuestra capacidad de apoyarnos, de formar comunidad y de respetarnos. Personalmente, es de lo que más admiro de nuestro pueblo, especialmente, cuando tenemos en cuenta una historia de 35 siglos. Es fabuloso ver cómo un pueblo minúsculo ha sabido perseverar y sobreponerse antelas adversidades y ha sabido organizarse en todas las latitudes, bajo las más difíciles circunstancias, incluso después de los más perversos hechos.
Pero en 3.500 años, también hemos tenido múltiples casos de fracturas, guerras civiles y momentos penosos, para decir lo menos. Debemos aprender de cada uno de esos capítulos, porque la historia se repite si no se confronta. Las excepciones justifican la regla, pero excepciones son. Somos un pueblo muy unido, pero debemos reconocer los episodios vergonzosos. Son más graves y numerosos de lo que estamos enseñados a aceptar.
En la génesis de nuestro pueblo, doce tribus primitivas y seminómadas pelearon bastante entre ellas hasta establecerse en sus territorios y unirse bajo un mismo rey. Esa parte de la historia es obvia: todos los inicios implican una acomodación turbulenta. Pero hay capítulos tan penosos como el genocidio de la tribu de Benjamin por cuenta de una venganza personal. Siglos después, el reino se divide en dos tras una sucesión disputada. Entramos en guerra civil y conflictos que duraron siglos y que solo cesaron cuando un imperio más fuerte arrasó con el reino del norte (Israel) y obligó a fusionarnos entre los sobrevivientes. Siglos después, un segundo imperio venció al reino restante (Juda) y nos envió al exilio. Cuando regresamos, en vez de unirnos, entramos en odiosidades contra los hermanos que habían quedado atrás por argumentos de pureza de sangre. A los samaritanos les “dimos palo” a punto de separar nuestros pueblos para siempre. Unidos los que quedamos.
A finales del siglo segundo AEC inicia, para mi gusto, los doscientos años más penosos de nuestra historia. Comienza con los macabeos, esos patriotas que se degeneraron en talibanes sanguinarios, fratricidas y helenizados. Su historia, digna de un culebrón, nos condenó a décadas de intrigas, traiciones y dominación por parte de Roma, invitada a dominar Judá ante la imposibilidad nuestra de encontrar una paz interna. La debilidad política y espiritual nos llevó a una fractura radical. Esa mezcla de variables ha probado ser siempre peligrosa. En temas de religión es imposible mantener la razón. Saduceos, fariseos, esenios, macabros sicarios y múltiples grupos mesiánicos se enfrascaron en guerras civiles que degeneraron en la pérdida de Jerusalem, ciudad que quedó destruida por las llamas que nosotros mismos encendimos y que hoy le achacamos a los romanos. Para el final de la revuelta de Bar Kojba, habríamos de perder el 80% de nuestro pueblo. Unidos los que quedamos.
Ocho siglos después comienzan las rivalidades entre karaitas y talmúdistas que, en ocasiones, se tradujeron en “sapeadas” indignas ante autoridades cristianas o musulmanas. Algo similar pasó nueve siglos después cuando hasídicos y mitnagdim rabínicos se enfrentaron. A diferencia de la primera, esta vez, con el pasar del tiempo, esos grupos lograron hacer las paces y consolidarse como la esencia de la ortodoxia de nuestro pueblo, al menos entre ashkenazim. En cambio, los karaitas cayeron en desgracia y en últimas, casi que desaparecieron. A pesar de eso, mejor les fue que a los samaritanos ya que al menos los 40.000 karaitas que quedan si son aceptados como judíos por una parte importante de nuestro pueblo y por la Ley de Retorno. Unidos los que quedamos.
Otro capítulo penoso tiene que ver con migraciones y que pasa muy debajo de la mesa. El primero de ellos es el que narra la migración de judíos pauperizados que escaparon de las masacres de cosacos en Europa Oriental a mediados del siglo XVII. Llegaron masas de judíos sucios, pobres e incultos a una Holanda sefaradita próspera y culta. La solución, para evitar la integración y el “que dirán”, fue hacer lobby en Inglaterra para que los dejaran asentarse allá, donde no había judíos desde hacía 500 años. Era una solución mesiánica en la medida en que permitiría tener judíos en cada rincón del planeta y así posibilitar la llegada del anhelado Redentor. Un caso similar, con implicación más grave, se puede encontrar en la actitud de ciertos judíos americanos, principalmente de origen alemán, ante la llegada de judíos pobres de Europa Oriental. Algunos procesos de absorción de olim, especialmente mizrahim, son tema de debate por ciertos dudosos manejos. Como vemos en los noticieros de hoy, las migraciones son siempre motivo de problema en el mundo. Más penosos es cuando se trata de gente de un mismo pueblo.
La Haskalá en Europa nos trajo el conflicto, aún pendiente por resolver, entre ortodoxos, conservadores y reformistas, pero también, como subproducto, nos trajo el Sionismo.
La creación del estado de Israel nos llevó de vuelta algunos capítulos sangrientos que no habíamos visto en casi dos mil años. El ataque terrorista contra el Hotel King David también derramó sangre de judíos. Peor aún fue la batalla del Altalena entre fuerzas de la Haganá y el Irgún. La actual situación entre Israel y al Diáspora, entre el mundo religioso y el secular, la pelea entre religiosos con poder político y aspiraciones territoriales mesiánicas y el resto de la población, nos están arrinconando y debilitando. El riesgo de un conflicto sangriento, más allá de ser lamentable y humillante, creo que es posible.
Viendo hacia atrás los párrafos anteriores, veo que los conflictos en la Diáspora han sido básicamente “pacíficos” en la medida en que no nos hemos matado unos a otros. La soberanía no es gratuita y tampoco es absolutamente bonita. Viene con su lista de riesgos y maldiciones. Es la soberanía la que una y otra vez nos ha llevado, por simple definición, a correr el riesgo de traicionarnos y matarnos. Sin soberanía, no necesitaríamos de un Gran Rabinato odioso y corrupto que decide los temas más íntimos de las personas. Sin soberanía, no estaríamos discutiendo quienes tienen derecho a rezar dónde y tampoco estaríamos discutiendo sobre límites territoriales. Sin soberanía, los Naturei Karta estarían desempleados, no veríamos escenas penosas de ortodoxos peleándose con policías, escenas dolorosas desalojando asentamientos.
No niego las virtudes de ser soberanos y de poder defendernos. Considero que de lejos ha probado ser una mejor situación para el pueblo. Pero debo manifestar mi dolor cuando veo que la soberanía conduce a odios y cobran un precio alto a nuestra unidad e integridad. Antes de reducirnos a “los que quedemos” deseo que sepamos mantenernos unidos los que aún estamos.