Por: Jack Goldstein
El título lo tomo de un melancólico libro que leí hace par años y que se titula “Once Jews” donde hace referencia a esas fabulosas generaciones de sefaradim caribeños que un buen día dejaron de ser judíos: Esos orgullosos Maduro, Capriles, Alvarez-Correa, Senior, Jesurún, Cortizos, Rois, Salas, Pinedo o Isaacs quienes 200 años atrás habían regresado valerosamente al judaísmo en Holanda pero que un buen día desintegraron sus comunidades y tranquilamente optaron por “cambiarse”, como me lo describió un vástago de esas familias en Panamá.
No conozco los números, ni sé si existan datos confiables, pero asumiría que son muchos más los que salen que los que entran y que así ha sido siempre. La factura que nos cobra la asimilación es un cuentagotas que va diezmándonos. Algunos episodios en la historia son de comunidades enteras que dieron un paso hacia afuera. Estamos a veces preocupados (obsesionados quizás) con el tema de emergentes, pero no caemos en cuenta de aquellos grupos que van en contravía. Muchos dejaron su membresía por temas de conveniencia. En algunos casos, se dio esa fuga por fuerza mayor para evitar el rigor de la espada o la horca a manos de cristianos o musulmanes. En otros casos, fue simple resultado de un proceso racional que llevó a muchos a la conclusión que más valía ser católico que seguir siendo parte del Pueblo Elegido. Ese fue el caso de cientos de miles de judíos en Europa Central durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. La conversión al cristianismo abría las puertas a universidades, a carreras profesionales, a círculos culturales y políticos. Entre ellos, tantas familias que optaron por bautizarse antes de embarcarse al Nuevo Mundo, como el caso en Colombia de los Uprinmy, Schuck, Berger, Neuman, Michelsen y Koppel.
También tenemos los casos de aquellos que genuinamente se “cambiaron” por fervor religioso, convencidos de que la verdad estaba en otro lado, y de eso poco hablamos. El Becerro de Oro es apenas uno de tantos capítulos que demuestran la facilidad de caer ante la tentación de adorar dioses más digeribles y cumplir reglas menos exigentes. Otro ejemplo son los primeros cristianos-judíos que dieron el paso adicional al creer en la divinidad de Jesús; toda esa masa de asimilados en Alejandría que sucumbieron ante los placeres de pertenecer a un modernismo más cosmopolita. La primera familia real de Armenia se dice que era de origen judío, una dinastía sacerdotal que lentamente fue alejándose del mundo rabínico y de la centralidad de Israel para terminar prefiriendo un reino a una tradición.
Para mi gusto, el mayor desangre de nuestra historia vino con la inútil y fracasada rebelión de Bar Kojba. Para ese entonces, el 10% de la cuenca del Mediterráneo era judía, unos increíbles 5 millones o un tercio de lo que somos ahora. Con la derrota vino la diáspora, la esclavitud y, ante todo, la destrucción moral que trajo la pérdida de Jerusalem y de Judá. Al cabo de una generación, solo quedábamos millón y medio. El resto, sencillamente, buscó pastar en prados más verdes. Como decía aquel paisano en El Decamerón, después de ver tanta perdición y corrupción en el Vaticano, si ellos van ganando la guerra de los números, entonces algo bueno tendrán y a esa religión hay que pasarse.
El caso más patológico es el de los karaitas de Lituania, quienes para sacarse un clavito contra nosotros los rabanitas fariseos, decidieron fabricar una leyenda que los hacía descendientes de tribus turcómanas y que adoptaron la fe mosaica 1000 años atrás, con los Khazares. Con eso, quisieron probar que no eran semitas y así se obviaban cualquier culpabilidad por la muerte de Cristo. Tuvo de bueno que, 50 años después, los nazis se tragaron el cuento y no los mataron. Pero judaísmo sin Israel, sin conexión al pueblo, como religión de garaje, sencillamente no sirve y se autodestruye como en Misión Imposible. No se puede ser judío sin importarle sus hermanos o Israel. Los karaitas de Lituania sentenciaron su futuro y hoy en día son apenas par cientos, a lo sumo, desconectados de cualquier forma de judaísmo y atados a un pasado falaz que no aporta identidad.
Finalmente, los Donme, algo así como “marranos musulmanes”, son otros que se salieron de la tribu. Descendientes de seguidores de Shabtai Zvi, y quienes hasta hace 100 años todavía funcionaban como comunidad cerrada y próspera en Salónika. Ellos pasaron al olvido de la historia tras los efectos que la revolución de los Jóvenes Turcos trajo consigo Les comparto fotos de mi reciente visita a la Nueva Mezquita (Yenni Yami) en Salónika, quizás el último remanente de su historia, hoy convertido en museo. El edificio, como el caso de tantas iglesias marranas, deja ver lo que fue una mezquita adornada de estrellas de David, buscando una simbiosis entre los mundos musulmán y judío.
Capítulos de todos los colores y sabores tenemos en nuestra fascinante historia. Son, a fin de cuentas, temas sociológicos, económicos, psicológicos, ideológicos o políticos que no distinguen de grupos sociales o religiosos. Con seguridad que no habremos visto el final de estos casos.