Imprímeme

Lisboa, 19 de abril, 1506

Por: Jack Goldstein

Nos sobran los capítulos nefastos. Es difícil tener un listado del martirologio de nuestra historia. Con seguridad, son miles, y quizás millones, cuya memoria queda en el olvido. No tienen quién les rece kadish y tristemente, su recuerdo apenas constituye otra triste anécdota más.

Algo así pasado con los más de dos mil muertos en el pogrom de Lisboa del 19 de abril de 1506, nueve años después de que fuimos formalmente expulsados de Portugal. Eso quiere decir que las víctimas fueron todos conversos.

Estamos acostumbrados a las historias de crímenes rituales, donde se acusa al judío de sacrificar a un joven cristiano para extraerle la sangre y con ella fabricar matzá. De hace apenas 150 años tenemos tristes ejemplos en lugares como Hungría y Siria. Hoy en día es cotidiano leer píldoras provenientes del mundo árabe y videos de profesores, artistas o periodistas medio orientales que siguen perpetuando esa maliciosa leyenda. Pero, en este caso, la culpa la tuvo la mente racional que nos tipifica. 

En la fecha en cuestión, durante Semana Santa en la que el concepto del deicidio judío está a flor de piel entre cristianos, un rayo de luz atravesó los ventanales de la iglesia de Santo Domingo. La remotamente antropomórfica figura que se plasmó sobre la pared hizo que algún feligrés viera en ella a la imagen de Jesucristo Redentor y eso bastó para generar histeria colectiva en torno al milagro. Pero un converso presente, más aterrizado, se atrevió a corregirlos y explicar que era simplemente un efecto óptico de sombras y refracciones de luz. Ahí se armó Troya. Al converso lo mataron inmediatamente y cuando llegó su hermano a indagar qué había pasado, las masas enardecidas decidieron liquidarlo a él también, puesto que asumían que ese carácter herético debía venir de cuna.

Aprovecharon para culpar a los conversos por la sequía, hambruna y consecuente Peste Negra que venía acechando a Portugal. A todos aquellos que participaron de la masacre, curas Dominicos exculparon de todos sus pecados cometidos durante los 100 días anteriores a la masacre. La sed de sangre se propagó y, aprovechando que el rey de Portugal no se encontraba en Lisboa -la guardia estaba baja en la ciudad- decidieron darse a la cacería de cuanto converso encontraran en la ciudad. Ese día, más de dos mil conversos fueron asesinados por culpa de la histeria colectiva y el fanatismo religioso. A su regreso, el rey, preocupado por el efecto nocivo que seguramente tendría esa masacre en la prosperidad económica de la ciudad, terminó quemando en la hoguera a los mismos curas dominicos que la motivaron.

Treinta años después, se establecería la Santísima Inquisición, para poder aplicar un método más “científico y legal” a la cacería de conversos judaizantes. No obstante, lo sanguinario de este capítulo, el hecho de que la Inquisición haya tomado tanto tiempo en formalizarse en Portugal explica para algunos el motivo por el cual las tradiciones de marranos se aferraran más fuertemente en este reino que en la vecina España.