Por: Jorge Rozemblum
En estos días se suceden homenajes al escritor Jorge Luis Borges, en el 120º aniversario de su nacimiento. Superada esa cantidad de años que usamos los judíos como bendición, aunque físicamente ya no esté, seguimos ondeados por la estela de su obra. Uno de sus cuentos más populares, “El aleph”, describe un punto del espacio que contiene a todo lo existente en un olvidado rincón de un sótano. Pocos años antes, el matemático ruso de origen judío Georg Cantor había usado el nombre y la grafía de esa primera letra hebrea para los números más allá del infinito.
El texto más sagrado del judaísmo no comienza por esa letra “filosofal” sino por la siguiente y terrenal “bet”: casa. ¿O quizás hubo un primer mandamiento incomprensible por empezar con lo inabarcable? La letra fenicia original en sí (que llega a nuestro idioma y días invertida de arriba a abajo, transformada en A) representa la cabeza cornuda de un carnero (aunque los hebreos la giran 90 grados a la derecha). La figura parte de un punto de origen que se cierra en triángulo y de allí diverge como los rayos que emanan de la talla del Moisés de Miguel Ángel. Un “big bang”.
Los físicos teóricos se preguntan qué pudo haber antes de este estallido descomunal de energía (luego cristalizada en materia) y tiempo. Si el Génesis comienza con la “bet” de “bereshit”, ¿dónde encontrar el álef pre-infinito? Occidente tardó bastante en descubrir ese algo. Fue justamente un judío andalusí del siglo XII, Abraham Ibn Ezra (que decidió convertirse en álef él mismo, viajando por todo el mundo conocido entonces para embeberse de los conocimientos científicos más variados), que en su “Libro del número” habla de las cifras hindúes (de las que derivan las occidentales actuales), a quien se le ocurre poner a la izquierda de las comas de los decimales un circulito, representando por vez primera la nada, el cero, mediante un todo encerrado. Por el contrario, el infinito suele representarse matemáticamente por una especie de ocho horizontal que imita a una serpiente enroscada sobre sí misma (o “lemniscata”), que más que definir la inexistencia de un final (que es lo que significa “in-finito”; en hebreo, igualmente, “ein sof”) nos remite a una reiteración, a repetir sin descanso el mismo camino.
Los físicos actuales no encuentran explicación para que el universo siga expandiéndose, aludiendo a energías y materia que tildan de oscuras, por ser incapaces de verlas. El desaparecido y mediático científico Stephen Hawking, fundamentalista ateo, llamaba a lo sobrenatural (los “áleph”, puntos donde las leyes físicas dejan de actuar) “singularidad”. No tengo ni tendría por definición de mi finitud mortal la clave del enigma, sólo una intuición de que la nada (el cero) no es más que un infinito contenido, un “aleph” demasiado inestable para quedarse aburrido en el rincón de un sótano sin que nadie se asome a narrarlo.