Imprímeme

Reflexiones

Por: Myriam Krausz Holz

Audio a cargo de Vilma Chaskel

Sigo leyendo el libro de Ricardo Silva Romero “Historia de la Locura en Colombia”.

Estoy emocionada porque encuentro en la página 95, en el segundo y tercer párrafo, escrito negro sobre blanco, la confirmación de mis propios razonamientos. Dice lo siguiente:

 “El padre italiano Ambrosio Adamoli hizo notar en 1996, en su ensayo Violencia y religiosidad, que lo que en otras partes es violencia, entre nosotros es la violencia porque al volverla personal lo que se intenta en forma ilusoria es expulsarla de nosotros y garantizar nuestra inocencia”.

Sigue diciendo el padre Ambrosio:

 “hemos estado padeciendo la violencia necesaria e invisible de lo sagrado: que esa violencia engendra – o al menos justifica- todas las expresiones violentas de una sociedad que discute y discute para encubrir su ira santa.” “Todos los dioses de los otros pueblos son demonios”, dice el salmo citado por el padre italiano, “todas las creencias y las verdades ajenas son magias negras”. “¿No es esta la situación del país?”, se pregunta Adamoli. “¿Todo el mundo violando las libertades de los demás en nombre de la verdad, de la causa, de una u otra bandera? Y todos preocupados por definir el color de la violencia sin querer aceptar que en el fondo es del mismo tipo, engendrada por esa actitud religiosa que nadie se atreve a llamar por su nombre”.

Sigue diciendo el señor Silva  Romero:

 “Temo que así es. Digo que temo porque he querido a la iglesia como a una era del arte, como a ese mecenas y ese criador de tanta belleza, como la puesta en escena de un drama hondamente humano, pero creo firmemente que somos tan violentos porque somos tan religiosos, tan sectarios, tan tajantes. Y que nos ha costado librarnos de semejante viacrucis, de semejante padecimiento, porque esta cultura no ha sido educada para librarse del dolor- que de deshacerse del dolor se trata del budismo- sino para soportarlo hasta nueva orden. No nos hemos encogido de hombros. Hemos pegado gritos. Lo hemos cantado. Lo hemos narrado. Lo hemos señalado. Pero nos hemos resignado a que todo ese coraje no llegue a ser justicia porque para esas cosas está el cielo”.

Hasta aquí un aparte de lo escrito por Ricardo Silva Romero en su libro.

En varias oportunidades, sin ánimo de ofender, ni a Dios ni al hombre, he dicho que la humanización de Dios es el error más grande que los humanos podemos cometer. Le adjudicamos a Dios las facultades humanas. Le indilgamos la humana capacidad de amar, odiar, castigar, premiar, destruir, dar vida y quitarla. Construimos a Dios a nuestra imagen y semejanza. Tiene pies y manos, ojos y boca, una cabeza con pelos y cara con barba. Cuando en nuestra propia locura no entendemos lo que estamos haciendo o por qué lo hacemos, decimos que “Dios escondió su rostro” y cuando nuestra Violencia nos arrebata el juicio, decimos que las barbaries que cometemos las cometemos “en el nombre  sagrado de Dios”. 

Es ese hecho, el de no poder, o  no querer separar al ser humano del Dios creador, lo que nos permite ser indulgentes justificando todas nuestras acciones lo cual nos lleva, para bien o para mal, a ser permisivos con nosotros mismos… 

La simple frase  “si Dios quiere”,  nos libera del libre albedrío y nos ata a la incapacidad de pensar y actuar. No aceptamos nuestro propio raciocinio, prefiriendo, que el Dios humano, que nosotros creamos, “lo haga” por nosotros liberándonos, no solo de la culpa, sino de nuestros éxitos, bondades y de los más sublimes sentimientos como por ejemplo el amor. “Dios te puso en mi camino”.

¿Por qué no podemos aceptar que nuestra mente creo al Dios humano para disculpar los peores Instintos de los que somos capaces?  

Somos cobardes para aceptarnos como somos. Todo está en nuestra mente, la deficiencia, la sagacidad, la lucidez, la locura, el atrevimiento, la creatividad, la arbitrariedad, la frustración y la indulgencia. Todo está en nuestro cerebro. Todo eso nace en nosotros. Todo eso  es lo que nos hace ser lo que somos. El deseo, el rechazo, el amor, el odio, la perfección, el impulso, la tristeza y la alegría. ¿Por qué no podemos aceptar nuestra genialidad como parte del crecimiento adquirido a través de los siglos de evolución? 

¿Por qué queremos seguir pegados al suelo en vez de admitir que podemos volar? ¿Por qué?

Porque no queremos crecer. No queremos ser responsables de nuestros actos. Necesitamos un “chivo expiatorio”. Nuestras culpas son tan aberrantes que no queremos admitirlas. No queremos ser conscientes de que nos podemos equivocar y no queremos aceptar que los errores traen consecuencias que a veces son muy duras. Pero algún día, queramos o no, todo lo que acontece por nuestro accionar en esta tierra nos llevará a un momento de “no retorno”. 

En nuestra sabiduría o en nuestra ignorancia aceptaremos nuestro monstruo interno y llegaremos a la terrible conclusión que nada en nuestra vida es consecuencia del accionar del Dios Creador y tendremos que aceptar la existencia de nuestra mente creadora, la que es capaz de dar vida al bien y al mal y seremos consecuentes con el premio o el castigo. Nos convertiremos en ángeles o demonios.

El Dios Creador es omnipresente. No premia ni castiga, pero está en el premio y en el castigo. No ama ni odia, no abraza ni rechaza, no asesina, no aparece y desaparece, no habla ni enmudece, no oye, no ve, no siente, no ampara. Pero está en cada acción y en cada omisión. 

Está en todo lo creado y en lo por crear. Era antes y seguirá siendo después. No fue Creado porque siempre estuvo. Está en el árbol y en la piedra, está en el mar, en la tierra, está en el vacío del espacio y en la multitud de las estrellas, está en la luz, en la oscuridad, en el hombre y en la bestia, está en lo bueno y en lo malo. Está en la belleza y en la fealdad, está en la bondad y en la maldad, está en el musgo del bosque,  en la arena de la playa y en el fango del chiquero, está en lo vivo y en lo muerto, está en todas las dimensiones y está en la transformación de la energía. Está en el aire limpio  y en el polvo sofocante, en el calor, en el frio, en el agua, en la sequía, en el desierto árido y en lo abundante del mar y el cielo. Está en lo que el hombre crea y en lo que destruye, en lo que piensa y en lo que siente. Está en el Ser porque está Creado en y por Él. Él solo Crea.