La realidad es muy cruel y se empeña en destrozarnos las ficciones en las que nos gusta instalarnos. Por ejemplo, cuando uno descubre que un amigo de toda la vida o casi, que se tiene por un combatiente del antisemitismo, te suelta no una crítica a las acciones de Israel (siempre válidas), sino el clásico discurso de la artificialidad del estado de Israel, su ilegalidad y su perversa naturaleza como estado de los judíos. Y ahí te quedas, con cara de tonto, viendo cómo aquél que proclama a los cuatro vientos las bondades y maravillas de la cultura hebrea, tu compañero de músicas klezmer y sefardíes, de la belleza del judeoespañol y crítico implacable de la expulsión de los judíos de España en 1492, en realidad está convencido de que todo el mundo tiene derecho a su propio país menos tú (nosotros, los judíos).
O que aceptaría que existiese un país llamado Israel, pero no que sea judío, ni que los judíos del mundo tengan derecho a ser ciudadanos del mismo ya que no han nacido allí. Y que eso es lo que propicia el antisemitismo.
Como quien dice, un odio que sólo empezó en 1948. Y da igual que le cuentes la historia, que le recuerdes que fueron las propias Naciones Unidas (mucho antes que aceptaran a España en su seno) las que determinaron la creación de un “estado judío” junto a un “estado árabe” (por entonces nadie usaba la palabra “palestino”, que se refería únicamente a la ocupación extranjera por el Reino Unido), ni que le rebatas una por una las falacias y mentiras de los que huyeron instigados por los ejércitos árabes que querían arrasar a los judíos entonces y los compares con los que se quedaron y conforman casi un quinto de la población del país con todos sus derechos democráticos y algún que otro deber a los que no están obligados (como servir en el ejército). Nada vale ante la cita de cualquier difamador (mejor si es israelí), ante la propaganda de los otros. Y eso que a quien conoce personalmente es a ti y no al otro. Tu palabra no vale como la de los demás, pero no te atrevas a insinuarle que su postura es discriminatoria y que tiene un nombre. Eso se consideraría un insulto.
Y de repente te encuentras en el mismo punto que cuando se acaba la Segunda Guerra Mundial y los pocos supervivientes judíos del mayor de los horrores vuelven a sus propios hogares europeos y no sólo encuentran que ya no existen o son otros quienes los ocupan, sino que sus compatriotas (de las naciones que perdieron o ganaron la contienda, de las que fueron sometidas, de las que quedaron a uno u otro lado del Telón de Acero del comunismo: da igual) los miran con desconfianza porque son los incómodos testigos de su propia bajeza e inacción ante la injusticia con el vecino, como aquel luchador contra el antisemitismo al que se le cae de la mano su baraja de prejuicios y estigmas y su careta de empatía.
La víctima es el culpable, el que provoca la violencia por pretender no serlo. Entre los judíos hay una frase que nos eriza la piel y nos pone en estado de máxima alerta: “mis mejores amigos son judíos”. Desconozco por qué los mayores judeófobos en todas las latitudes se ven impulsados a pronunciar esa declaración. Seguramente tranquiliza sus conciencias decir en voz alta esta frase, que es como afirmar: mi odio no es gratuito, sé de lo que hablo, los propios judíos se han sincerado y me han confesado todos esos pecados de los que venimos acusándoles a lo largo de la historia: deicidios, crímenes rituales, conspiraciones y un larguísimo etcétera (dos mil años dan para mucho).
Por eso, en esta ocasión, y con toda la ironía y el sarcasmo de las paradojas, pido sus disculpas por titular así esta columna: “mis mejores amigos son antisemitas”. Y es que a algunos acabo de descubrirlos (mejor, acaban de mostrarse).