2024-04-20 [Num. 979]


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Columnistas  - Rabino Eliahu Birnbaum

Rabino Eliahu Birnbaum

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Por Rabino Eliahu Birnbaum
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El Rabino Birenbaum es el fundador y director del Instituto de AMIEL –preparación para rabinos y líderes espirituales-, Dayán -juez en el Tribunal Rabínico Superior del Rabinato de Israel, rabino de Shavei Israel y autor de varios libros de temática judía.

Encuentros con taxistas

2020-06-03

Taxi

Mis viajes a los más recónditos confines del planeta requieren de muchos vuelos, más de no menos viajes en taxi en cada ciudad y cada país. Si bien no suelo conversar con quienes se sientan a mi lado en los vuelos ni con los taxistas, estos últimos no se rigen por las normas de la democracia y no preguntan a su pasajero si este desea o no conversar, sino que sencillamente inician una conversación y a veces hasta dictan conferencias sobre los más variados temas. Tuve ya el privilegio de mantener conversaciones religiosas y teológicas, políticas y económicas, sobre moral y globalización con diferentes choferes de taxi. Tras muchos viajes y conversaciones con taxistas a lo largo y ancho del mundo aprendí que no hay como estos servidores públicos para conocer la cultura del lugar e incluso a la comunidad judía local, siendo ellos la demostración de la veracidad de lo dicho por nuestros sabios: "Si te dicen que entre las naciones hay sabiduría, créelo". Paso a describir ante ustedes algunos encuentros que mantuve con taxistas tanto de oriente como de occidente.

Algunas semanas atrás estuve en la ciudad suiza de Zurich. Salí del hotel en dirección a la estación del tren camino al aeropuerto. Como ustedes saben, los trenes suizos son mundialmente conocidos por su puntualidad. Llegué al andén con cuatro segundos de atraso y el tren decidió no esperarme. Pasé rápidamente de la estación del tren a la parada de taxis y tomé el primer coche que estaba disponible. Al sentarme en el vehículo y comenzar el viaje el chofer me formuló la clásica pregunta que suele abrir este tipo de conversaciones: - ¿de dónde es usted? Sin dudarlo le respondí orgullosamente que era de Israel. El chofer comenzó a reírse a carcajadas y yo no entendía por qué. - Eso no es tan bueno – me dijo, - porque yo soy iraní.

A los efectos de crear una buena atmósfera entre nosotros le dije que si bien yo era israelí y él iraní ahora ambos íbamos sentados en el mismo taxi y "qué bueno que los hermanos se sientan juntos", que yo sólo esperaba llegar en paz al aeropuerto por lo que esperaba que me traiga en paz a destino y no me conduzca al infierno…

A lo largo del viaje el chofer iraní no paró de alabar a la democracia israelí que vela por el bienestar de todos sus ciudadanos, empero agregó que el únicamente odia al establishment israelí. Al finalizar el viaje nos saludamos cálidamente con un abrazo y un beso.

Sin embargo, el viaje con un chofer de taxi musulmán en Europa no siempre resulta ser una experiencia agradable. Hace como un año salí del aeropuerto de la ciudad sueca de Malmo, una de las más conocidas en el viejo continente en razón de su gran población musulmana. Había muchos taxis estacionados en la parada, cada vez que subía a un vehículo que me condujese a la casa del rabino el chofer me decía que estaba ocupado. Rápidamente comprendí que los choferes musulmanes locales no se alegraban de tener que transportar a un judío, renuncié a la idea de ir en taxi y me subí al tranvía.

Si ya nos estamos refiriendo a musulmanes, hace tan solo tres meses estuve en la India. Le pregunté al chofer del taxi que me transportaba si era musulmán o hindi, la más común de las preguntas que se formulan actualmente en ese país, a lo cual respondió que musulmán, preguntándome él a su vez de dónde era yo. -De Israel, le respondí. Entonces, el chofer me preguntó: - ¿pero usted es musulmán o hindi? Traté de explicarle que la mayoría de la población israelí es judía, empero sin gran éxito. Él no sabía qué era el judaísmo ni los judíos. 

La semana pasada visité Panamá. La distancia entre el aeropuerto y la ciudad no es grande, pero a la hora en que llegué los embotellamientos de tráfico están en su peor momento. Un viaje que suele llevar media hora se prolongó por tres. Nuevamente, el chofer preguntó por mi procedencia. Como es habitual, respondí que venía de Israel, y esta vez agregué "de Tierra Santa", de Jerusalén. A través del espejo retrovisor pude ver lágrimas de emoción que se enjugaban de los ojos del chofer por poder transportar a un habitante de Tierra Santa en su vehículo. Durante las tres horas del lento viaje el chofer escuchaba prédicas que procuraban reforzar la fe en Jesús y el cristianismo en la estación de radio evangélica. Le pedí un par de veces si podía bajar el volumen o cambiar de estación, pero en toda oportunidad me explicó que no era conveniente hacerlo porque esas prédicas refuerzan el alma. Creo que este chofer hizo todo esfuerzo posible por salvar un alma judía e inducirla a la fe cristiana, empero al final de cuentas, logré terminar esas tres horas en paz firme en mis convicciones religiosas.

Al descender del taxi le pagué treinta dólares, tal como indicaba el taxímetro. El chofer descendió para bajar mis maletas y se despidió de mi con un apretón de manos. Para mi sorpresa, sentí que durante el saludo el chofer puso algo adentro de la palma de mi mano. Resulta que había metido en mi mano tres dólares. Sin entender lo que estaba pasando le pregunté por qué lo hacía. Me respondió: - tómelo, es suyo. Hasta que logré reaccionar, él ya había partido. De repente, en un momento de lucidez, entendí que este chofer en su carácter de cristiano evangélico se emocionó de que yo era judío, venía de Tierra Santa y había viajado en su automóvil por lo que siguiendo las normas de su comunidad religiosa me entregó el diezmo de lo que le había pagado.

Una de las prácticas que cuido mantener es el de preguntar a cada chofer la más típica de las preguntas: ¿hay aquí judíos? Por lo general la respuesta es positiva, por lo que paso a la segunda: - ¿cuántos judíos hay en la ciudad o en el país? El número que me dan los taxistas suele oscilar entre 10 y 100 veces más que el número real. En un país como Guatemala en el que viven menos de mil judíos el taxista me dijo que en la ciudad habitan unos treinta mil. En Sao Paulo, Brasil, viven unos setenta mil judíos empero mi chofer creía que había al menos unos dos millones. 

El viaje en taxi por las calles de Budapest, capital de Hungría fue especialmente conmovedor. Por la mañana paré un taxi para ir de mi hotel al rezo de Shajarit en la sinagoga. Un hombre de unos sesenta y cinco años me recibió amablemente y me preguntó a dónde me dirigía. Le entregué la dirección de la sinagoga. Cuando llegamos a la puerta me dijo: - a esta sinagoga no entraré jamás. Entendí que mi chofer era judío y que su expresión encerraba una historia interesante. Le pedí que entre conmigo al café de la esquina para poder escuchar lo que tenía para contar. Martín me contó que era un adolescente en Budapest cuando sus padres fueron asesinados durante el Holocausto.

Él se escondió en la casa de amigos de la familia en una aldea y sobrevivió así ese año. Una vez finalizada la guerra volvió a Budapest para buscar a sus familiares. Un día caminaba por la calle junto a la sinagoga  a la que yo me dirigía y escuchó el sonido del shofar. Entendió que ese día era Rosh HaShaná y recordó los días en que iba a la sinagoga con su padre en esa festividad. Se acercó a la puerta de la sinagoga y pidió entrar. El encargado y guardia apostado en la entrada le dijo que debía mostrar estar al día con la cuota o pagar en el momento para poder ingresar. Martín era un muchacho joven en los días del gobierno comunista y no tenía en su bolsillo dinero alguno. Todos sus pedidos y súplicas al guardia que le permita entrar no ayudaron y se quedó afuera, solo. Desde ese día juró que no entraría a una sinagoga a la que no se permite ingresar si no se paga. Sentí que mi viaje en taxi con ese chofer judío sobreviviente del Holocausto no fue casual y sin duda HaShem me hizo llegar a determinado alojamiento y determinado taxi para reparar lo que había que reparar. Le pedí al chofer que me acompañe al rezo en la sinagoga, y tras un breve titubeo accedió de buena gana. Si bien no sabía recitar las bendiciones, fue llamado a la Torá y de hecho ese día celebramos su Bar Mitzvá. Al finalizar el rezo, le pedí al rabino que toque el shofar para así devolver el alma de Martín a la sinagoga y al pueblo de Israel tras sesenta largos años.                



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