En 1942, 80 años atrás, este escritor culto y humanista fallecía en Petróplis, Brasil. La decisión de poner fin a su vida se debió a lo que él sintió como el momento del fracaso absoluto de la humanidad.
“Creo que es mejor finalizar en este momento y de pie con una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la tierra”, redactó el poeta.
La Alemania nazi de Hitler estaba en su máximo apogeo: Europa sometida, Rusia invadida, las Islas Británicas bombardeadas, Estados Unidos consciente de la destrucción de Pearl Harbor y la población europea judía camino a su aniquilación. Su Viena adorada y la rica Europa cultural de los grandes escritores, pensadores, músicos y filósofos estaban siendo fagocitados por la maquinaria criminal e industrial más abyecta de la historia del mundo.
Stefan Zweig se sentía abandonado por su espíritu creativo; su cuerpo sobrevivía sintiendo el terrible despojo de su tierra natal y su alma sufría de una soledad desconsoladora. Se percibía a sí mismo como un rehén vulnerable y desprotegido en el centro de un maligno huracán que lo conducía a la ausencia perpetua.
Stefan Zweig, cuya devoción por la humanidad había sido permanente, incluso desde la terrible 1ª Guerra Mundial, fue absorbido por la angustia de tener que observar lo que él creía era el fin de su amor al humanismo por el que tanto combatió. Su voluntaria desaparición conmovió a toda la gente de bien que aún existía en la Tierra, entre ellos a Thomas Mann y a Romain Rolland (como olvidar al idealista “Juan Cristóbal” y la sensible “El Alma Encantada”), compañeros infatigables en sus avatares contra las guerras, los inútiles enfrentamientos entre seres humanos, la sangre derramada de los jóvenes soldados y de los millones de civiles, hombres, mujeres y niños, que mueren sin sentido.
Lo recalcó con sus propios dichos: “Así nacen siempre las guerras; de un juego con palabras peligrosas y de una súper excitación de las pasiones nacionales. Ningún vicio y ninguna brutalidad en la Tierra han vertido tanta sangre como la cobardía humana”.
Todos los mencionados aspiraban solidariamente a la concordia y entendimiento universal en un mundo interdependiente y hermanado, donde las personas deberían beneficiarse con las distintas culturas y cualidades humanas, propias y naturales de cada ser.
Sus obras son muy conocidas y reconocidas; con su erudición y variedad cultural abarcó desde biografías hasta novelas, las que pueden encontrarse hoy día en la lectura universal, aunque en este escrito solo se habrá de exponer su libro “JEREMÍAS”, uno de los grandes profetas bíblicos del Pueblo Judío. Esta maravillosa obra se encuentra desglosada en dos partes: en la primera, “El Despertar del Profeta”, desarrolla los mismos sentimientos de angustia por la “Patria Judía perdida” y el “Templo de Jerusalem destruido” y en la segunda, “El Retorno”, al que él mismo no pudo aguardar, describe prodigiosamente la construcción de un anhelo definido donde el dolor eterno por lo pasado se convierte en un sufrimiento esperanzador y paciente que se habrá de transformar en la redención del atormentado Pueblo de Israel:
“Por última vez resplandecen…las almenas de Jerusalem…en vuestras lágrimas; os ilumina la altura…del monte sagrado.
¡Una vez más, elevad…ardientes miradas, absorbed la imagen perdida de la patria!
¡Absorbed las alamedas, bebed las murallas, bebed las torres…de la ciudad eterna!
¡Bebed el afán…de volverlos a ver! ¡Bebed, oh, bebed con la mirada a Jerusalem!
¡Grábate a fuego en nosotros a fin de que nos enardezcamos! ¡Cómo podría olvidarte, aspecto de los aspectos!...
¡Que se seque mi diestra si te olvido, Jerusalem! ... ¡Oh, patria de nuestro corazón... ¡Sión, Sión, ciudad sagrada!”.