Resulta muy difícil explicar el nazismo y su rápida propagación, incluyendo aquí su vertiginoso ascenso político y su éxito electoral en la sociedad alemana, sin referirnos a la Iglesia, tanto por su actitud anterior como por su nula actividad durante el nazismo. Cuando nos referimos a la Iglesia más bien nos referimos a las iglesias, bien sean las distintas confesiones cristianas que hay en Alemania como la misma católica.
El escritor austriaco Joachim Riedl, en su obra Viena infame y genial, relataba cómo el ambiente contra los judíos se había caldeando antes de la llegada al poder del nazismo y en la Austria anterior al Anschluss o anexión llevada a cabo por los nazis. El discurso, según este autor, había calado profundamente en una sociedad dominada por el antisemitismo.
La Iglesia católica, tanto en Austria como en Alemania, estuvo utilizando el lenguaje antisemita hasta el período de entreguerras y no hubo una condena oficial tajante de algunas actuaciones y discursos de sus sacerdotes. Por ejemplo, uno de estos prelados, el predicador Josef Deckert, popularmente conocido como el cura del mesón”, fue un paso más allá: “Hay que hacer a los judíos inofensivos para los pueblos cristianos”. Llevado por el mismo pensamiento, otro hombre “piadoso” del momento, el padre jesuita Heinrich Abel, tenía la “segura convicción de que la desgracia del pueblo austriaco consiste en su esclavización por los judíos y por el espíritu judío”. Dicho prelado, para dejar bien claras sus intenciones, aseguraba tener una reliquia muy valiosa: un bastón con el que su padre había apaleado a un judío en las calles de Viena.
Este antisemitismo tolerado e incluso jaleado por la sociedad del Imperio Austro-Húngaro, llevó al cardenal de Praga, Franz Graf Schöbon, a pedir al papa León XIII que suspendiera el apoyo vaticano a los grupos derechistas y socialcristianos de Austria y “su antisemitismo en su forma más repugnante”. El Santo Padre, que tenía sobre su escritorio un retrato del máximo líder antisemita del momento, Karl Lueger, quien aseguraba decir “que tenía en el Papa un cálido amigo, que le enviaba su bendición”. El populacho de Viena, siempre tan creyente y atento a los consejos de sus padres espirituales, había visto como su antisemitismo secular era bendecido y sancionado ex cátedra.
Este pensamiento, extendido también en la vecina Alemania, ilustra muy bien el ambiente en que se educó ese austriaco universal llamado Adolfo Hitler, y vería su materialización política en el Partido Socialcristiano de Austria, que llamaría a la población germanoaustriaca a “la más encarnizada defensa contra el peligro judío”. En este ambiente, alentado desde las más altas instituciones, encontró el nacionalsocialismo el caldo de cultivo para que sus ideas avanzasen y se consolidasen como discurso de Estado en un futuro no muy lejano.
Un año después de la derrota de las potencias centrales, en 1919, un padre jesuita, Peter Sinthern, amenazó “con un levantamiento popular de los pueblos martirizados contra el dominio judío, que se está haciendo insoportable”. En clara referencia a los judíos, el que fuera tras la Segunda Guerra Mundial primer presidente del Partido Popular Austriaco, Leopold Kunschak, pedía la expulsión de todos los refugiados de la ciudad, “única banda de acaparadores, contrabandistas y usureros”. El pueblo alemán, según este líder socialcristiano del periodo de entreguerras, se había convertido en “esclavo del Estado judío”.
“Al igual que en el caso de la socialdemocracia y el marxismo, Hitler se jactaba de haber recurrido a los libros para ilustrarse acerca de los judíos. En este caso concreto disponemos de claros testimonios de que aquellos “libros” eran unos panfletos antisemitas que compraba por unos cuantos peniques, o revistas como Ostara, que la editaba un monje que había colgado los hábitos y se hacía llamar Lanz von Liebenfels, y estaba dedicada bajo el emblema de la esvástica, “a la aplicación práctica de las investigaciones antropológicas con el propósito de preservar la raza europea de la destrucción material de la pureza racial”, escribe Alan Bullock en su fantástico estudio sobre la vida y obra del creador del nacionalsocialismo.
Hitler ,ya convertido a la religión del antisemitismo y el racismo, llegaría a firmar en aquellos días vieneses: “Comprendí que con el judío no había que transigir. Todo o nada. Decidí convertirme en político”. Más tarde, en las elecciones de 1932, este discurso funcionó en la depauperada sociedad alemana y Hitler obtuvo una primera gran victoria electoral, antesala de la dictadura que estaba por llegar y de la tragedia que se avecinaba para toda Europa. Los resultados de los comicios de 1933 reforzaron a los nazis y consolidaron el papel de Hitler al frente del movimiento. Luego el país entero, empresarios, sacerdotes y militares incluidos, se rindió a sus pies.
La entrada triunfal de Hilter en Viena: se cumple su misión
Unos años más tarde, y siguiendo con su tradición antisemita y pronazi, la Iglesia católica se puso a los pies del nuevo régimen hitleriano, tal como había hecho en Alemania y de alguna forma en la Italia fascista. La luterana, que como ya explicado antes comulgaba con el discurso antisemita de Hitler, ni siquiera protestó por las formas violentas, casi terroristas, del nuevo régimen. (El papel del Papa Pío XII en el conflicto daría, desde luego, para un ensayo más pormenorizado sobre las relaciones entre el nazismo y la Iglesia católica).
El 15 de marzo de 1938 entraba en Austria un triunfante Adolfo Hitler al frente de sus tropas y hordas, siendo recibido, en un ambiente eufórico y henchido de patriotismo, por el populacho vienés y por todos los lugares por donde pasaba. El cardenal de Viena, Theodor Innitzer, llevado por éxtasis que le produjo la triunfante entrada de los SS, con sus uniformes negros y sus escudos con la calavera, hizo repicar las campanas de todas las iglesias de la ciudad a modo de saludo al nuevo orden en él que ya no cabían ni los judíos ni lo demás “subhumanos”, se supone que “gracias a Dios”.
Un entusiasmo casi histérico se apoderó de toda Austria y en Viena, llevados por la emoción de la triunfante entrada de su Führer, miles de vieneses, con porras y palos, obligarían a los judíos a limpiar las calles de la ciudad en unas imágenes que todavía insultan a la humanidad y al alma austriaca.”Agradecemos al Führer que por fin haya dado trabajo a los judíos”, gritaba la chusma envalentonada que actuaba ayudada por la Gestapo y los camisas pardas. El 23 de marzo de 1938, el corresponsal del New York Times en Viena escribía: “En las primeras dos semanas, los nacionalsocialistas han conseguido aquí someter a los judíos a un trato de mayor dureza de lo que habría sido posible en Alemania en el curso de varios años”.
El 10 de abril de 1938, y una vez que ya se han desencadenado a las primeras redadas, persecuciones y asesinatos de judíos y disidentes, los nazis llevan a cabo un referéndum con la pretensión de legitimar su anexión. El resultado, como era de esperar, es rotundo, arrojando un 99,73% de votos a favor de las tesis nazis, un resultado “que, en lo esencial, no estuvo en absoluto falseado”, tal como aseguraba el historiador salzburgués Gerhard Botz. Los suicidios de los hebreos comenzaron en silencio y nadie se preocupó de su adversa suerte.
Una vez instalados en el poder, comenzó el latrocinio organizado de los bienes judíos, los saqueos de las viviendas, las ventas forzadas de negocios y propiedades a precios irrisorios a los nazis y también las huidas. Y los suicidios. Cada día se suicidaban en la nueva Viena más de diez judíos y la cifra fue aumentando hasta el medio centenar antes de la Segunda Guerra Mundial. Los artistas, escritores y propietarios judíos eran apaleados hasta la muerte por grupos de nazis organizados en comandos “móviles”. En apenas unas semanas, la vida judía se había apagado para siempre y la nueva Austria se rendía al nuevo orden ante el silencio generalizado de la sociedad y la complacencia de la Iglesia católica.
Un escritor austríaco de entonces, Carl Zuckmayer, escribiría en su diario, escrito en 1938, las siguientes reflexiones: “El submundo había abierto sus puertas, y dejado en libertad a sus espíritus más bajos, repugnantes e impuros (…) lemúres y semidemonios parecían salir de huevos de inmundicia y subir encenegados agujeros en la tierra. El aire estaba lleno de un incesante griterío chillón, confuso, histérico, que salía de gargantas masculinas y femeninas y seguía sonando estridente día y noche. Y todos los seres humanos perdieron su rostro, se asemejaron a deformes caricaturas: la una de miedo, la otra de mentira, la otras de triunfo salvaje y lleno de odio (…) Fue un aquellarre del populacho y el entierro de toda dignidad humana”. Más tarde, con destino a Suiza, Zuckmayer abandonaría su Austria natal, sumida ya en la catástrofe y al borde la tragedia sobre la que precipitaba sin tener siquiera conciencia de la misma.
Este odio al diferente, tan extendido en Alemania y en otras partes del continente, pues no se trata aquí de estigmatizar a los alemanes, gozaba, además, del “manto protector” del Creador. Resultan curiosas las justificaciones de estas limpiezas étnicas en nombre de un supuesto mandato divino, tal como hizo Hitler en numerosas ocasiones, siguiendo los rastros de nuestros Reyes Católicos y otros prominentes antisemitas: “Si el judío llegase a conquistar las naciones del mundo, su triunfo sería entonces la corona fúnebre y la muerte de la humanidad. Nuestro Planeta volvería a rotar en el desierto, en el cosmos, como hace millones de años. Debemos defendernos de los judíos para hacer cumplir la voluntad de Dios”. Es decir, que el aniquilamiento y la extinción del judío quedaban legitimados en nombre de la supuesta suprema voluntad de Dios, y los nazis no hacían más que cumplir el mandato divino de un plan preconcebido para salvar al mundo de la “judería” europea.