Cuando yo vivía en la diáspora, yo creía que era un “verdadero sionista”. Creía que con simplemente “amar a Israel” automáticamente cumplía el requisito para tener el título de “sionista”. Toda mi vida crecí nutriéndome de los relatos de la generación anterior, de los pioneros que hicieron posible la creación del Estado de Israel. Pensé que para hacerme llamar “sionista” bastaba con admirar a estos enormes personajes, bastaba con conocer la historia de Israel, bastaba con darle like en Facebook a publicaciones de Hasbará. Pensaba que yo era lo suficientemente “sionista” solo por tener una bandera de Israel en mi habitación, por ir a la Tnuá y por llorar cada vez que escuchaba el himno del Estado de Israel.
Ingenuamente pensaba que la emoción era lo que me convertía en “sionista”.
Pero fue solo cuando hice aliyah y llegué a trabajar la tierra de Israel como agricultor que mi perspectiva comenzó a volcarse de pies a cabeza. Llegué al Kibbutz Sde Eliyahu, ubicado en el valle de Beit Shean donde la temperatura comúnmente suele llegar a unos 47°C ¿Se imaginan arar la tierra en un calor tan ardiente como para cocinar un huevo en el piso? Recuerdo que incluso cuando soplaba la “brisa” era como ser golpeado por una ola de calor; era como estar parado al lado de una fogata.
En el kibutz sembrábamos rimón, uvas, dátiles y aceitunas. Todo era orgánico, ni un solo pesticida. Debíamos tomar unos 6 litros de agua al día para no deshidratarnos. Y para agregarle al desafío, la tierra hay veces se ponía dura como el cemento (por el calor) así que debíamos tomar una azada y comenzar a golpear los bloques de tierra para así granularla nuevamente con el fin de poder sembrar las semillas de los futuros árboles. Recuerdo que llovió una vez y todo el kibutz se enloqueció de emoción. Yo, que recién venía de la Bogotá donde diluvia a diario, no había comprendido el valor de la lluvia hasta ese momento en que pocas gotas cubrían el campo a duras penas.
Y a pesar de toda esa descripción que les estoy dando, el Kibbutz Sde Eliyahu no era un desierto. Todo lo contrario, el kibutz parecía el paraíso. Paradójicamente era un lugar lleno de vegetación, lleno de vida y saturado en flores que coloreaban el paisaje. Era como una alucinación, pues en esas condiciones climáticas uno se esperaría que todo a la redonda estuviera seco. No obstante, milagrosamente ocurría lo contrario: todo era verde y palpitante de naturaleza.
Una vez, caminando por el kibutz, llegué al “museo del kibbutz”. Siempre me ha gustado la historia, así que entré para conocer un poco de los orígenes de Sde Eliyahu. Llegué al mural de fotos y mis ojos no lo podían creer. Entre las imágenes del museo se podía apreciar a los primeros judíos que fundaron el kibutz en 1939, con sus azadones y palas en las manos. Lo que me impacto fue ver que el paisaje de las fotos era un desierto total en esa época. Ni un solo árbol en ninguna foto. En las fotos solo se veía a los pioneros del kibutz, desierto y herramientas agrícolas.
Ahí fue cuando comencé a probar un poco del sabor del sionismo. Comencé a sentir en carne propia el duro precio que Am Israel debió pagar para poder retornar a nuestra tierra ancestral. Y ni siquera, porque cuando yo llegué ya existía el Kibbutz Sde Eliyahu, pero cuando esos pioneros llegaron no había absolutamente nada. Ellos llegaron con una convicción inamovible, lo suficiente como para hacer florecer una de las zonas más difíciles de habitar en todo Medio Oriente.
No nos dieron esta tierra en bandeja de plata, sino que debimos y debemos esforzarnos para lograr materializar ese sueño de 2000 años que nunca se apagó.
“Y comerás y te saciarás y bendecirás a Hashem tu Dios por la buena tierra que te dio” (Deuteronomio 8:10). Los judíos decimos ese pasuk después de comer pan, en el birkat hamazon. Para mí esta frase adquirió un significado mucho más amplio tras yo haber sentido la tierra de Israel, literalmente con sudor y fuerzas, con el fin de alimentar a otros hermanos judíos. Para mi ese versículo de la Tora ya no es una mera bendición teorética (como cuando la pronunciaba mecánicamente durante mis días en la diáspora). Ahora esta frase toma vida. Es un versículo empírico.
Gracias a Hashem que nos dio a nuestro Pueblo la fuerza, que nos dio la paciencia (o quizás, la “dura cerviz”). Gracias a Hashem y a los valientes judíos que hicieron lo posible para traer la redención nacional de Israel. Ahora es nuestro turno de tomar parte en el renacimiento milenario de Israel en esta generación, no podemos dejar pasar esta oportunidad histórica de tomar parte en el renacimiento de nuestro pueblo.
כִּ֚י ד׳ אֱלֹ-היךָ מְבִֽיאֲךָ֖ אֶל־אֶ֣רֶץ טוֹבָ֑ה