La ciudad de Viena es un nexo imborrable que unió a Hitler y al nazismo en la ominosa década de los años treinta, periodo histórico que contempló el ascenso de Hitler al poder, en 1933, y después la anexión de Austria, en 1938, fundiendo en un todo a la capital austríaca con el destino criminal de la Alemania nazi
"¡De la noche a la mañana! Todo sucedió de la noche a la mañana", así definía la entrada de los nazis en Viena una testigo de excepción, Erika, judía vienesa al cien por cien. El 15 de marzo de 1938 entraba en Austria un triunfante Adolfo Hitler al frente de sus tropas y hordas, siendo recibido, en un ambiente eufórico y henchido de patriotismo, por el populacho vienés y recibido en todos los lugares por donde pasaba con euforia, emoción y alegría. El cardenal de Viena, Theodor Innitzer, llevado por el éxtasis que le produjo la triunfante entrada de los SS, con sus uniformes negros y sus escudos con la calavera, hizo repicar las campanas de todas las iglesias de la ciudad a modo de saludo al nuevo orden en él que ya no cabían ni los judíos ni lo demás “subhumanos”, se supone que “gracias a Dios”.
"Hitler no tenía ninguna afinidad con el Imperio austrohúngaro, su tierra natal, ni con la Viena cosmopolita, donde había fracasado como pintor. Veía la ciudad como una mezcla poco saludable de razas que se mantenía unida sólo como consecuencia de los planes inicuos de los judíos que detentaban el verdadero poder. Al mudarse de Viena a Múnich en 1912, creía haber abandonado una ciudad no alemana por una alemana", escribía el historiador Timothy Snyder al referirse a ese desdén, sino odio, que embargó a Hitler desde su juventud con respecto a la capital austriaca. Al ocuparla, después de someterla a la humillación, Hitler cumplía con su nunca ocultado sueño de casi destruirla, mancillando su buen nombre y memoria quizá para siempre.
En aquellas jornadas de marzo de 1938, caracterizadas por la emoción desbordada de la muchachada nazi en las calles y unos miles de judíos escondidos en sus casas literalmente muertos de miedo y siguiendo con su tradición antisemita y pronazi, la Iglesia católica austríaca se puso a los pies del nuevo régimen hitleriano, tal como había hecho en Alemania y de alguna forma en la Italia fascista.
"Creo -declara Hitler en Viena, el 9 de abril de 1938- que ha sido la voluntad de Dios al enviar a un niño de aquí al Reich, de dejarlo crecer y hacerlo el Führer de la nación para permitirle devolver su patria al Reich. Hay una voluntad superior y nosotros somos su instrumento", aseguraba Hitler al cumplir su nunca ocultado plan de volver a Viena para doblegar a los judíos, para comenzar su funesta obra, precisamente desde aquí, de destruir a la "judería internacional", en sus propias palabras.
“Los ensordecedores acordes de una plegaria nacional”, fue lo que escuchó Joseph Goebbels cuando comentaba en directo por la radio alemana la entrada triunfal del austríaco Adolf Hitler en capital austríaca: “De este modo, ha llegado la redención a los interminables tormentos del pueblo alemán en Austria”. Más tarde, después de aquella romántica descripción cargada de falso victimismo, el Führer y canciller del Reich alemán ascendió como un semidiós al balcón ornado de columnas del palacio de Neue Hofburg. Y en la gigantesca plaza de los Héroes, en un momento de gran emoción y candor nacionalista, 300.000 vieneses se agolpaban para gritar juntos el frenético aullido de “¡Sieg Heil!”. Comenzaba una nueva era y Hitler había cumplido con su secreta misión de sumar a Austria a su delirante proyecto de sangre, muerte y dolor compartido a partir de ese momento. Todo tenía un aire de tragedia griega, como esas que inspiraban a su amado Wagner en sus delirantes obras.
“Hitler siguió inmediatamente a sus soldados. Empezando por su ciudad natal de Braunau, la via triumphalis de su viaje a casa fue a través de Linz, donde había ido al instituto, hasta Viena, la ciudad en la que había obtenido el equipamiento intelectual para su posterior carrera política (…) Ya no recordaba lo hermosa que era su patria, confesó Hitler en una conversación telefónica a su paladín Hermann Goering, que había impulsado enérgicamente la anexión y ahora montaba guardia en Berlín”, escribiría el periodista Joachim Riedl al referirse a la entrada de Hitler en Austria. Se cumplía la venganza esperada por el fundador del nacionalsocialismo, que años atrás se había sentido ofendido y humillado por una sociedad que supuestamente le dio la espalda.
El regreso de Hitler a Viena, entre la seducción y el odio a los judíos
Un entusiasmo casi histérico se apoderó de toda Austria y en Viena, llevados por la emoción de la triunfante entrada de su Führer, miles de vieneses, con porras y palos, obligarían a los judíos a limpiar las calles de la ciudad en unas imágenes que todavía insultan a la humanidad y al alma austriaca. “Agradecemos al Führer que por fin haya dado trabajo a los judíos”, gritaba la chusma envalentonada que actuaba ayudada por la Gestapo y los camisas pardas. El 23 de marzo de 1938, el corresponsal del New York Times en Viena escribía: “En las primeras dos semanas, los nacionalsocialistas han conseguido aquí someter a los judíos a un trato de mayor dureza de lo que habría sido posible en Alemania en el curso de varios años”.
“La euforia popular por Hitler, el nacionalsocialismo y la unificación con Alemania estaban emparejados con el odio y la violencia contra los judíos, que sobrepasó a cualquier manifestación pública sucedida en Alemania hasta esa fecha. La mayoría de los 191.000 judíos austríacos vivía en Viena y representaba el 10% de esta ciudad. Después de Varsovia y Budapest, los judíos vieneses constituían la tercera comunidad de Europa. Sin embargo, las cifras poco importaban. Los SA y otros nazis los arrojaron a las calles para que limpiaran las letrinas de los cuarteles y fregaran las aceras con sus manos desnudas y, a veces, simplemente por “diversión” con sus propios cepillos de dientes y ropa interior”, escribieron sobre estos sucesos los autores Dwork y Jan van Pelt en su monumental obra El Holocausto: una historia.
Una vez instalados los nazis en el poder, comenzó el latrocinio organizado de los bienes judíos, los saqueos de las viviendas, las ventas forzadas de negocios y propiedades a precios irrisorios a los nazis y también las huidas. "La exhaustividad de la rapiña es el resultado de la suma de una intención práctica y otra genocida: por un lado, aprovechar todo lo que signifique alguna clase de riqueza y todo lo que pueda tener un segundo o tercer uso en una economía de guerra; por otro, borrar completamente el rastro de un enemigo interno a suprimir", escribía la historiadora María Sierra.
Pero también comenzaron los suicidios de los judíos en Viena debido a su adversa suerte al verse atrapados por los nazis. Cada día se suicidaban en la nueva Viena más de diez judíos y la cifra fue aumentando hasta el medio centenar antes de la Segunda Guerra Mundial. Los artistas, escritores y propietarios judíos eran apaleados hasta la muerte por grupos de nazis organizados en comandos “móviles”. En apenas unas semanas, la vida judía se había apagado para siempre y la nueva Austria se rendía al nuevo orden ante el silencio generalizado de la sociedad y la complacencia de la Iglesia católica.
Un escritor austríaco de entonces, Carl Zuckmayer, escribiría en su diario, escrito en 1938, las siguientes reflexiones: “El submundo había abierto sus puertas y dejado en libertad a sus espíritus más bajos, repugnantes e impuros (...) lemúres y semidemonios parecían salir de huevos de inmundicia y subir encenegados agujeros en la tierra. El aire estaba lleno de un incesante griterío chillón, confuso, histérico, que salía de gargantas masculinas y femeninas y seguía sonando estridente día y noche. Y todos los seres humanos perdieron su rostro, se asemejaron a deformes caricaturas: la una de miedo, la otra de mentira, la otras de triunfo salvaje y lleno de odio (...) Fue un aquelarre del populacho y el entierro de toda dignidad humana”. Más tarde, con destino a Suiza, Zuckmayer abandonaría su Austria natal, sumida ya en la catástrofe y al borde de la tragedia sobre la que precipitaba sin tener siquiera conciencia de la misma.
Peor suerte corrió el historiador Egon Friedell, incapaz de soportar la pesadilla en que se habría de convertir su amada Viena, tal como relata Joachim Riedl: “El 16 de marzo, hacia las 22.00 horas, dos hombres de las SA aporrean la puerta un domicilio en el edificio de Gentzgasse 7. Insultan al ama de llaves que les abre llamándola “puta judía”. Se produce un intercambio de palabras. Entre tanto, el historiador de cultura y ensayista Egon Friedell, que en los últimos años raras veces ha dejado su domicilio, atrincherado entre sus libros, huye hacia el interior de la vivienda. Va cerrando las puertas tras de sí. En el dormitorio, abre una ventana y se tira a la calle. “Totalmente ileso salvo un arañazo en la sien”, indica el médico de urgencias; el corazón del suicida había fallado durante la caída”.
"¿Pero cuánta patria necesita el ser humano?", es la pregunta de un judío austriaco, Jean Améry, que tuvo que abandonar no solo el país de nacimiento, sino también su nombre y lengua materna para poder seguir sobrellevando la vida después del Holocausto. Nacido bajo el nombre de Hans Chaim Mayer, sobrevivió a Auschwitz y se exilió luego en Bélgica (en cuya resistencia había participado durante la guerra), cambiado de nombre y lengua como consecuencia de la necesidad de disociarse de una cultura, la alemana, que había alojado el nazismo. Améry se suicidó en 1978, no sin antes haber publicado libros imprescindibles para entender el sistema de campos creado por los nazis y sobre sus víctimas.
Del delirio a la anexión definitiva
Una historia parecida, aunque con final feliz, padecería la hija de Sigmund Freud, Anna, quien tendría que soportar en su domicilio de la calle Berggasse 19 la presencia las veinticuatro horas del día de un puesto de guardia de miembros del partido nazi con su brazalete con la cruz gamada. “¿No sería mejor que nos matáramos todos?”, pregunta Anna a su padre. “¿Por qué?”, parece que le respondió el físico. “Porque es exactamente lo que esperan de nosotros”, respondió Anna. Después es citada al cuartel general de la Gestapo y lograría escapar de milagro de Austria. Fue a merced de una campaña internacional liderada por el gobierno norteamericano por la que Anna pudo viajar fuera de una vez por todas y dejar atrás para siempre su amada Viena, esa ciudad en la que había albergado la esperanza de que los vieneses “no degenerarían en el nazismo”. Pero no fue así, se impuso la brutalidad y la bestialidad en su estado más puro.
Un mes después de la anexión de Austria por los nazis, el 10 de abril de 1938, los nacionalsocialistas celebraron un referéndum en el país, como una muestra más de escenificación -la política siempre tiene algo de teatral- y para mostrar a las claras que eran los nuevos amos de la nación mancillada. Sin nadie que tuviera valor de oponerse y con todo el aparato de propaganda a su favor, el nazismo obtuvo una victoria total y consiguió el 99,73% de los votos a favor del retorno al Reich. “Un resultado” que, según el historiador Gerhard Botz, “en lo esencial, no estuvo en absoluto falseado”.
Pero, al menos, quedó algo de dignidad política en el país cuando su Canciller, Kurt Schuschningg, no se plegó al juego de los nazis y fue encarcelado durante toda la Segunda Guerra Mundial, estando a punto de ser ejecutado por los alemanes de no haber sido por la pronta liberación de donde se encontraba confinado por los aliados.