Las respuestas a estas cuestiones ha generado un variopinto abanico de opiniones desde el mundo intelectual y en estas líneas hemos querido recoger algunas de las más significativas para que al final de este breve ensayo ustedes saquen sus propias conclusiones.
"La asimilación del Holocausto a Auschwitz permitió a los alemanes mantener la grotesca afirmación de que no estaban al corriente de las matanzas de judíos mientras éstas sucedían. Es posible que algunos no supieran con detalle qué ocurría allí, pero es imposible que muchos no supieran nada del exterminio. En Alemania, mucho antes de que Auschwitz se convirtiera en un campo de exterminio, las matanzas eran conocidas y se hablaba de ellas, al menos entre familiares y amigos. En el frente oriental, donde decenas de miles de alemanes fusilaron a millones de judíos en cientos de fosas diferentes durante tres años, casi todo el mundo estaba al corriente de lo que sucedía: cientos de miles de alemanes presenciaron las masacres y millones de alemanes lo sabían. Durante la guerra, las mujeres y los niños visitaban los lugares de las matanzas; en las cartas que los soldados y los policías enviaban a sus familias, éstos explicaban los detalles y a veces incluían fotografías. Los hogares alemanes se enriquecieron millones de veces a costa de lo que los policías o los soldados se llevaban o enviaban por correo de los saqueos a los judíos que asesinaban", aseguraba en uno de sus libros el historiador Timothy Snyder.
El escritor israelí Omer Bartov, al reflexionar sobre la culpa de los alemanes y otras cuestiones, llega a asegurar que “Alemania, a la que Albert Einstein llamó “un país de asesinos”, ha tenido que esforzarse para lidiar con el legado del genocidio. Decir que los alemanes de posguerra han “hecho las paces con el pasado” o, mejor, lo han “superado”, se ha convertido casi en un lugar común. Si hay un país que por su apoyo masivo a un régimen criminal es responsable de los crímenes cometidos en su nombre y por sus ciudadanos, ese país es sin duda la Alemania hitleriana, pero aún así, continua discutiéndose. ¿Eran los alemanes “verdugos voluntarios” de Hitler o víctimas de él? ¿Alemania ya ha hablado lo suficiente sobre sus propios crímenes y ahora debería “por fin” prestar atención a sus propios sufrimiento? ¿Alemania realmente ha “superado” el pasado o, esclava de una memoria de una atrocidad que le permitirá mirar hacia un futuro mejor, está encadenada a él? ?¿Cuándo podrá liberarse de Auschwitz y quién tiene el derecho de otorgarle esa libertad?”.
“De mi aproximación a la opinión popular en general durante el Tercer Reich surgió, pues, mi sugerencia de que la “indiferencia” hacia el destino de los judíos fue el elemento que caracterizó la postura de la mayoría de los alemanes. Resumí mi interpretación en una frase que ha sido citada con frecuencia desde entonces: ”El odio fue lo que construyó el camino hacia Auschwitz, y la indiferencia lo que lo pavimentó” (…) Mientras los judíos eran asesinados a millones durante la guerra por de exterminio desplegada por los nazis, la mayoría de los alemanes tenía la cabeza ocupada en otros asuntos”, escribía con aguda certeza el historiador Ian Kershaw.
El proceso de deshumanización de los judíos en el interior de Alemania comenzó primero por convertir a los mismos en apátridas ante la sublime y absoluta indiferencia de sus vecinos alemanes. Si había que poner en marcha un plan para destruir a todos los judíos en los territorios controlados por los nazis, incluyendo aquí a Alemania y Austria, primero había que separarlos del Estado. Como escribió Hannah Arendt, "uno sólo puede hacer lo que le parezca con un pueblo de apátridas".
Los alemanes pretendían autojustificarse por su complacencia ante el crimen con la coartada del desconocimiento, pero el argumento no se sostiene y las evidencias en su contra son muchas para andarse por las ramas de la duda. Hitler había expuesto públicamente, antes y después de su llegada al poder, su plan genocida que conduciría al exterminio de toda la judería europea. Luego, el resto de los dirigentes nazis asumiría como propio el proyecto criminal y lo ejecutaría sin rechistar. Pero también la sociedad partícipe, con su silencio, de esta auténtica orgía de sangre, terror, muerte y complicidad pasiva, como señala el periodista Jesús Ceberio: “Contra toda lógica, una parte sustancial del pueblo alemán hizo suya la inculpación de los judíos hasta la capitulación, momento en que el Holocausto entró en el limbo de la amnesia colectiva. Nadie había visto nada, nadie sabía nada acerca de aquel secreto de familia que casi todos habían compartido”.
De repente, como si de un accidente natural se hubiera tratado, cesó el aliento criminal de toda una época y comenzó otra sin mirar hacia atrás, sin la necesidad de comprender cómo fue posible y por qué; no había tampoco remordimiento, pues no había culpa, y el tiempo se encargaría de hacer olvidar, y sobre todo borrar para siempre, los resultados de una política demencial y asesina. Podían mirarse a la cara sin rubor ni vergüenza pues no se sentían culpables ni responsables, nadie lo era, pensaban, tan sólo un sistema político totalitario y totalizador que les había anulado y les había obligado a cometer los crímenes, a cumplir órdenes, en el sentido que lo entendía Eichmann.
Pero, sin embargo, la realidad desnuda de los campos estaba ahí tras guerra y era inocultable, como un secreto compartido en secreto por millones de alemanes y que no podía ser desvelado a los otros, en una extraña complicidad entre los criminales que ejecutaron la “Solución Final” y los incomodos testigos de tantas atrocidades. “Cientos de miles de alemanes vivían cerca de estos campos (de exterminio) y durante cuatro años se les pegó a la piel el olor a muerto que emanaban aquellas instalaciones, a las que llegaban gentes por docenas de millares y de las que jamás salía nadie”,como señalan con fortuna los historiadores Deborah Dwork y Robert Jan.
¿Cómo fue posible que la civilizada Alemania engendrara un monstruo?
Y en definitiva, para los alemanes fue más fácil reconstruir sus ciudades y pueblos de la nada que intentar comprender cómo llegaron a convertirse en lo qué fueron y cómo pudieron construir con sus propias manos un sistema deplorable capaz de cometer los más viles crímenes. La reconstrucción física siempre implica un esfuerzo mucho menor que la reconstrucción moral, al menos en la Alemania que emergió tras las cenizas y los cascotes de la Segunda Guerra Mundial. Ya el escritor Alfred Döblin había escrito sobre este asunto y había llegado a decir sobre los alemanes y los austríacos que “será más fácil reconstruir sus ciudades que hacerles entender lo que han vivido y cómo llegaron a eso”.
Sin los alemanes, que habían caído en la trampa fácil del nazismo, nunca hubiera sucedido el Holocausto y seis millones judíos no se hubieran esfumado a través de las cámaras de gas en los campos de la muerte o asesinados de las forma más bárbaras. “Durante el Holocausto, los alemanes exterminaron a seis millones de judíos y, si Alemania no hubiera sido derrotada, habrían aniquilado a varios millones más. El Holocausto fue también la característica definitoria de la política alemana y la cultura política durante el periodo nazi, el acontecimiento más espantoso del siglo XX y el más difícil de comprender en toda la historia alemana. La persecución de los judíos llevada a cabo por los alemanes y que culminó en el Holocausto es, pues, la principal característica de Alemania durante el período nazi. Y no lo es porque, al mirar hacia atrás, nos conmocione el hecho más atroz del siglo XX, sino por lo que significó para los alemanes de la época y los motivos por los que tantos de ellos colaboraron en su realización”, aseguraba en una de sus obras el estudioso del Holocausto Daniel Jonah Goldhagen.
“Así pues el antisemitismo de los perpetradores explica las cuatro acciones importantes concretadas por el molde de autoridad y crueldad. Explica la buena disposición de los alemanes para cumplir con las órdenes, la iniciativa que tomaban al matar y tratar brutalmente a los judíos, así como la brutalidad general, tanto la estructurada por las instituciones como la producida individualmente. Explica el entusiasmo de los perpetradores y el motivo de que una operación de tal alcance se deslizara sobre ruedas, pues la creencia en la necesidad y la justicia del genocidio facilitaban la energía y la entrega que requieren tales operaciones. Explica por qué los alemanes, en todos los niveles de las diversas instituciones de matanza, mostraran tan poca consideración por paliar el sufrimiento de los judíos, algo que podrían haber hecho con tanta facilidad quienes consideraban la matanza imparable pero querían evitar a las víctimas una angustia y un dolor innecesarios. Explica por qué tan pocos ejecutores aprovecharon sus oportunidades de no intervenir en la matanza. Explica por qué tantas personas que no eran entusiastas partidarios del régimen nazi, que incluso se oponían al nazismo, contribuyeron al exterminio de los judíos, pues como hemos demostrado al tratar el desarrollo del antisemitismo alemán, las creencias de los alemanes sobre los judíos podían diferir de su evaluación del nazismo. Puesto que el antisemitismo eliminador era un modelo de conocimiento cultural alemán que precedía al poder político, un antinazi comprometido podía ser un antisemita radical y comprometido. Para muchos matar judíos era una acción que llevaban no por el nazismo sino por Alemania”, sigue señalando el ya citado Goldhagen.
“La disculpa de que la gente desconocía el destino de los judíos puede excluirse rápidamente (…) La falta de interés o de preocupación por el destino de un grupo minoritario racial, étnico o religioso, marca a nivel social, diría yo, un requisito previo importante para el proceso genocida, permitiendo que inercia generada por el odio ideológico de una franja de la población cobre velocidad, especialmente, por supuesto, cuando está apoyado por el poder del Estado”, escribía Ian Kershaw, a modo de resumen, al referirse a este asunto capital.
Sobre este asunto de la responsabilidad alemana también abunda Daniel Jonah Goldhagen, al que cito literalmente: “Centenares de millares de alemanes contribuyeron al genocidio y el sistema de subyugación todavía mayor que fue el vasto sistema de campos de concentración. A pesar de los intentos más bien indiferentes del régimen para ocultar el genocidio a la mayoría de los alemanes, millones de ellos conocían las matanzas. Hitler anunció muchas veces, categóricamente, que la guerra terminaría con el exterminio de los judíos. La reacción a los asesinatos fue de una comprensión, si no aprobación, generalizada. Ninguna otra política (de alcance similar o mayor) se llevó a cabo con más persistencia y entusiasmo, y con menos dificultades, que el genocidio, tal vez con la excepción de la misma guerra. El Holocausto define no sólo la historia de los judíos durante los años centrales del siglo XX, sino que también de la historia de los alemanes. Sostengo que mientras que el Holocausto produjo un cambio irrevocable en el pueblo judío, su realización fue posible porque los alemanes ya habían cambiado. El destino de los judíos pudo haber sido una consecuencia directa, aunque esto no significa inexorable, de una visión del mundo compartida por la gran mayoría del pueblo alemán".
En resumen, y volviendo acerca del tema de la culpa colectiva de los alemanes con respecto al nazismo, el historiador Lauren Rees aseguraba en una entrevista reciente tras muchos encuentros con los verdugos -alemanes y colaboradores de los nazis de otros países- que no encontró ni culpa ni arrepentimiento ni engaño, tal como relata:”En mi experiencia, muy poca culpabilidad y bastante autoengaño fue la que encontré. Una de las razones por las que he pasado tanto tiempo investigando el Holocausto es porque muchos de los antiguos nazis a los que entrevisté me decían que habían hecho lo correcto en aquel momento”.
Y termino este nota algo larga con una carta profética enviada por el general Erich Ludendorff, el 31 de enero de 1933, al mariscal Hindenburg, su antiguo compañero de armas y máxima autoridad en aquella Alemania que se hundía en su propia miseria política, al día siguiente de nombrar a Hitler como canciller alemán: “Al hacer a Hitler canciller del Reich, ha entregado usted nuestra santa patria a uno de los mayores demagogos de nuestro tiempo. Le predigo solemnemente que este hombre maldito conducirá a nuestro Reich al abismo, llevará a nuestra nación a sufrimientos inauditos, y que la maldición del género humano le perseguirá a usted en la tumba por lo que ha hecho”.