Publicado originalmente en la Revista Beit Avot.
Septiembre, 2018
Hace más de una década me encontraba en Venezuela en un encuentro judío. Estaba en el lobby del hotel hablando con alguien cuando un hombre mayor se me acercó y me preguntó, “Perdón, ¿escuché que usted es la nieta del Dr. Marco Milhem?”
Durante toda mi vida me han y me he presentado como la nieta del Dr. Marco Milhem. Es una fácil referencia para muchas personas de la comunidad que fueron sus pacientes o por las más de mil milot que realizó en su vida, pero más aún por la gran cantidad de amigos que dejó.
Ese fue el caso de Pepe Menashe, el hombre que conocí en Venezuela y quien todavía recordaba a mi abuelo con afecto desde que se conocieron en Argentina en un encuentro similar en los años setenta.
Mi abuelo tuvo grandes amigos, tantos que solo nombrarlos llenaría el espacio de este artículo sin ser muy interesante lectura.
A veces tomo partes de lo que me contaba mi abuelo para imaginarme cómo había sido aquel grupo de amigos que conoció en Bogotá cuando llegó a estudiar medicina en los años cuarenta. Vivía en residencias estudiantiles con amigos con los que jugaban cartas, tomaban en bares del centro y parrandeaban en las noches.
Esos amigos de juventud se convirtieron en compañeros de construcción comunitaria. Buscaron un espacio permanente para jugar cartas lo que llevó a la idea de un club comunitario, compartieron el sueño por una sinagoga como espacio de reunión y plegaria, y más adelante trabajaron juntos para estrechar los lazos con las otras colectividades judías de la ciudad.
Cuando mis abuelos se casaron su casa se convirtió en un espacio para reuniones y festejos, y el grupo de amigos siguió creciendo.
En la sinagoga cultivó un muy cercano grupo social. Los del Minian diario y quienes asistían esporádicamente se convirtieron en compañeros y confidentes. Con ellos discutía (a veces en serio pero la mayoría de veces en broma), escuchaba problemas, daba consejos y compartía cada mañana. El rezo diario era infaltable y las pocas veces que no asistía por alguna razón los amigos lo llamaban a preguntar si estaba bien.
Lo vi triste cuando tenía que asistir a los entierros. Camino a despedirse por última vez de aquellos amigos me contaba historias de juventud, de toda una vida, de amistades que iniciaban inmaduras y mutaban, de peleas de años que se solucionaban, de nuevas formas de aprender a querer a una persona o, a veces, de quererlas solo por costumbre.
Así como Pepe Menashe me detuvo aquel día en Venezuela a hablarme de mi abuelo, todavía descubro nuevos amigos que tenía. Personas que lo conocieron, a veces brevemente, pero que mantuvieron esa amistad.
Cuando pienso en los amigos de mi abuelo no tengo una imagen uniforme de ellos. Hay de todas las edades y de muchos lugares. Algunos ya se fueron y tengo solo recuerdos. Algunos nunca los conocí sino a través de las historias. Otros los vine a encontrar hace poco.
Cuando era pequeña uno de sus amigos de Gin (y tenía muchos amigos que jugaban Gin) solía molestarme. “Me voy a robar a tu abuelo”, me decía y yo me ponía furiosa. Este gran amigo falleció unas pocas semanas antes que mi abuelo. Cuando lo recuerdo ahora no me pongo furiosa. Entiendo que los buenos amigos siempre se llevan consigo un pedazo de las personas.