Recientemente, una de las personas que más quiero, tuvo una discusión en su colegio, una discusión sobre historia y religión. Desde su visión particular, ella le opinó a su maestra sobre temas que tienen que ver con la narrativa del Descubrimiento de América. Ella tiene apenas seis años.
Esta anécdota me hizo acordar cuando también, a los ocho años, tuve una muy similar discusión con la profesora de Historia en el CCH al comentar que “la reina Isabel empeñó sus joyas para financiar el proyecto de Colón”. A mi tierna edad de ocho, ya tenía el conocimiento y la jutzpá para debatirle a ella que, en realidad, lo que había pasado es que los Reyes Católicos habían saqueado a la población judía de España, la habían desterrado y humillado después de tantos siglos en la península, muy a pesar de haberle aportado tanto a Sefarad. Esas joyas no las empeñó, sino que nos las robó.
Antes de graduarme, el profesor de Filosofía me encargó un artículo para el periódico del colegio sobre un tal Luis López de Mesa de quien, hasta ese momento, jamás había oído nombrar. En aquella época pretérita sin Google o Wikipedia, conseguirse tamaña información no era fácil, pero de alguna manera la conseguí. Cuando desprevenido le mostré a mi papá la última edición del pasquín escolar fue que vine a enterarme de lo siniestro del personaje y de su indirecta responsabilidad en la muerte de mis bisabuelos y de la de tantos otros familiares de varios lectores de Hashavúa.
Hace tiempo que no leo un libro de historia escolar y desconozco el pensum académico. Apuesto a que la versión oficial sigue enseñando las virtudes de sus majestades Isabel y Fernando, y que para quienes alcancen a leer sobre López de Mesa, la historia lo seguirá presentando como un prohombre de la patria, un gran filósofo, filólogo, humanista, literato y estadista.
Ajeno a lo que dicte ese pensum, considero prudente que, en un ambiente de educación judía, a la hora de enseñar historia patria, se contextualicen esas narrativas dentro de la visión judía de nuestra historia. No debemos dejar pasar callados lo que ciertos capítulos amargos de la historia nos han representado y los cuales, para ese gran mundo exterior, sí pasan inadvertidos, vulnerando así nuestro derecho a la verdad. Al menos, en la intimidad de en nuestro microcosmos, debemos confrontarlos. Algo así como debatirle ya mayorcitos al cliente o proveedor cuando desapercibidamente y sin deseo de ofender, nos comenta que alguien “le hizo la judía”. Seis años es una magnífica edad para comenzar a debatir.