2024-11-21 [Num. 1010]


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Artículos  - Antisemitismo

Ricardo Angoso

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Por Ricardo Angoso
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La manipulación de la filosofía alemana por parte del nazismo. Parte II

2016-12-01

Nazismo12

Aparte de las supuestas consideraciones científicas en las que se basaba el nazismo, estaba la manipulación de la filosofía alemana. Desde un principio el nazismo, que nunca tuvo en sus filas un intelectual de una talla que destacase por sus obras, se mostró especialmente hábil en esa tarea manipuladora, convirtiendo como parte de su discurso legitimador y justificador a la filosofía alemana. La legitimidad del nuevo régimen, plagado de ideas simplificadoras y siempre buscando el recurso fácil de un enemigo que había actuado contra Alemania, recayó sobre esta suerte de filosofía alemana adulterada y “vertida”, en cierta manera, hacia los planes criminales “diseñados” por los nazis desde sus orígenes.

Poco a poco, siguiendo las mal leídas tesis de Oswald Spengler, Friedrich Nietzsche, las ya citadas de Gobineau e incluso Artur Schopenhauer, el nazismo fue construyendo un espacio territorial imaginario, una suerte de Volkstum germano permanente, “superior a la de decadencia del imperio, como sustancia de un nuevo nacionalismo; el elogio de la actitud agresiva del hombre, valorado como orgulloso y violento animal de presa –Raubtier-; el carácter positivo de la guerra para evitar el resblandecimiento de una cultura; la crítica a la democracia y el principio de la desigualdad. Lo que había comenzado como una aventura filosófica, como debate de la corrección del rumbo espiritual de Occidente, se precipitó en el laboratorio de las trincheras. A la manera de un cambio de estado físico, la guerra transformó los valores ideológicos de una crisis intelectual en la materia sólida de una masa combatiente”, señaló el historiador Ferran Gallego en su obra De Munich a Auschwitz.

El culto a la muerte, la sacralización de la guerra y un heroísmo romántico que ligaba la sangre a la patria, junto con otras tesis, se acabaron convirtiendo en las bases del pensamiento nacionalsocialista. Ya en el siglo XIX, el poeta Theodor Koerner, escribió en vísperas de una batalla, el 13 de mayo 1813, que “en la muerte como sacrificio yace la felicidad”. Koerner, al igual que Friedrich Hölderlin, que escribiera Muerte por la patria, consideraba que la muerte era el mayor don que un patriota podía recibir y que este estado era el mejor “regalo” que podían recibir sus enemigos. La vida, entonces, no valía nada para todos estos poetas e intelectuales, y tan sólo con la muerte  los “hijos” podían pagar a la maltratada patria todos los dones recibidos.

“En tiempos del nazismo, no sólo prosiguió la tradición heroica relacionada con la inmolación personal, sino que se erigió en uno de los aspectos fundamentales de la esencia del régimen. Este hecho, más tal vez que cualquier otro, llevó a algunos contemporáneos a interpretar el nazismo en clave de religión política(…) Hasta el estallido de la guerra, el culto se centraba básicamente en quienes habían muerto en la lucha por la victoria del nazismo, es decir, en las batallas callejeras de principios de los años treinta. El himno semioficial de los nazis, la canción de Horst Wessel dedicada a la memoria de un nazi berlinés asesinado antes de 1933, afirma claramente que “los camaradas muertos por los rojos y los reaccionarios seguirán marchando en nuestras filas”, escribe el pensador francés Walter Laqueur en su libro La guerra sin fin. Hasta el general Millán Astray en España, un militar fascista, emuló en España ese espíritu y llegó a desafiar al intelectual Miguel Unamuno, en el mismo templo del saber, el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, al grito de “¡viva la muerte!”, para tratar de acallar (inútilmente) las palabras de este vasco universal por defender el humanismo frente a la barbarie.

Estas ideas, cuya sublimación máxima y más gráfica fue llevada a cabo por las unidades de las SS, que llevaban  una calavera y unas tibias en las gorras y en los anillos, en los puñales y en las hebillas de los cinturones, llegaron convertirse en el corpus ideológico de una grupo político que las necesitaba para desarrollarse y crecer y legitimarse también ante su sociedad. La sangre de los mártires, en definitiva, sería la semilla de una nueva iglesia en donde los que caían no tenían que soportar el dolor sino que vivían en la eternidad, estaban supuestamente más vivos que nadie, pues no sólo su muerte había sido  necesaria, sino noble y hermosa.

La guerra como un instrumento de dominación política

Hitler aprovechó la desolación y la frustración del pueblo alemán tras la Primera Guerra Mundial y su consiguiente derrota. Sabía que sus planes tan sólo se podrían llevar a cabo con la violencia política y la aniquilación del adversario; los enemigos y los “subhumanos” no tenían cabida en el nuevo orden con él que soñaba y que más tarde desarrollaría. Tenía las ideas claras y sobre estas premisas filosóficas, que tan sólo esbozaban lo que estaba por llegar, construyó un nuevo discurso político. El universo político e ideológico de Hitler estaba dominado por ideas fuertes, como la traición al pueblo alemán, la delación y una fe ciega en un patriotismo que justifica hasta el crimen, y exige a sus seguidores una adhesión sin cortapisas morales, casi religiosa, y una obediencia total.

La patria, en un momento de grave crisis económica, social y política, necesita fanáticos, seguidores ciegos de la causa y plenamente convencidos de la superioridad moral y filosófica de sus ideas. El nazismo aprovechó la frustración colectiva, la pobreza y el sentimiento generalizado de abatimiento tras la guerra, junto con el fracaso de la República de Weymar, para poner en marcha un movimiento que tenía entre los principales elementos de su programa la eliminación del adversario, culpable de la derrota alemana y de todos los males que acechaban a la patria. Los judíos, en suma, pensaba Hitler, eran los culpables últimos de la derrota alemana. Lo que había acaecido hasta entonces no tenía nada que ver con lo que realmente eran los alemanes, un cuerpo “puro” pero minado y traicionado, sino que era fruto de una suerte de tragedias y desgracias provocadas desde dentro y fuera por la “judería internacional” y el comunismo, las dos bestias negras de la nueva ideología nacionalsocialista. Solamente una vez extirpado este “cáncer” maligno que vivía dentro de la nación alemana, pensaban los nacionalsocialistas, Alemania volvería a ser grande, próspera y, sobre todo, permanecería ya “pura” hasta una noche de los tiempos que los nazis consideraban eterna.

Entonces, la guerra, la violencia e incluso la aniquilación absoluta del adversario estaban justificadas pues estaban legitimadas en el discurso nacionalista y victimista, donde todos los que supuestamente actuaban contra Alemania debían ser borrados de la faz de la tierra. El nuevo corpus ideológico del nazismo tendía a ver como elementos extranjeros y foráneos a todos los no alemanes, entre los que por supuesto se encontraban los judíos, los gitanos y más tarde los elementos “antisociales”, como los homosexuales, los disminuidos físicos y todos aquellos que no compartían las nuevas “verdades” ya construidas sobre estas premisas filosóficas.

El odio, la agresión e incluso el asesinato del adversario, una vez ya señalados los objetivos y criminalizados por la nueva ideología imperante, serán los métodos para llevar a cabo el programa y desarrollarlo hasta el final, hasta la “guerra total” que señalaría muy acertadamente Joseph Goebbels en las postrimerías del Apocalipsis total, cuando los soviéticos ya ocupan Berlín y se acerca el final de régimen. O, como resumiría Hitler unos años antes de su suicidio, “esta comunidad de fuertes y enérgicos (se refería a los nazis) acabaría por triunfar, ya que lo fuerte siempre vence a lo débil”.

Los nazis eran incapaces de vivir en paz, necesitaban la guerra para subsistir y legitimar su política, pues habían movilizado al pueblo alemán con sus soflamas de una gran Alemania “limpia” e imperial. Hitler necesitaba la guerra para sobrevivir, pues era uno de los ejes de su discurso, quizá el fundamental; tenía que cumplir su programa expansivo y en el mismo se encontraban las bases para llevar a cabo sus planes criminales, como el extermino de millones de judíos europeos. “Hoy nos pertenece Alemania/ y mañana el mundo entero”, resumía una popular canción nazi de la época.

“El heroísmo, el miedo, el dolor, la muerte o el homicidio individuales adquirieron sentido en el seno de un colectivo uniformado”, seguía señalando Gallego. Los judíos, junto con los gitanos, y más tarde los rusos, en este contexto, eran elementos a “extirpar” de la nueva comunidad nacional que se tenían que constituir a sangre y fuego, ya  que no tenían cabida en la nueva entidad nacional absolutamente pura que se debía construir sobre lo que consideraban las ruinas de una Alemania caduca, superada y derrotada. “Decadente”, en las simplificadas acepciones de Spengler.

Renuncia a la inteligencia y obediencia ciega al líder

En resumen, como señala el alemán Sebastián Haffner, es “la renuncia a la inteligencia, o más exactamente, la perversión de la inteligencia”, algo que se acabó convirtiendo en un estímulo adicional del nazismo, “porque la inteligencia figuraba entre los rasgos que esta generación rechazaba instintivamente”. Luego este desprecio por la inteligencia se materializó en la quema pública de libros de autores alemanes y extranjeros a los tres meses de la llegada de Hitler al poder, el 10 de mayo de 1933. Sin ningún sonrojo, y con la aprobación del máximo líder, fueron echados a la hoguera las obras de Kart Marx, Bertold Brecht, Tomás Mann, Arnold Stefan Zweig, Emile Zola y todos aquellos que los nazis consideraban como “decadentes”.  También la pintura “decadente”, como la de Picasso, por poner tan sólo un ejemplo, fue echada a la hoguera.

El nazismo, de esta forma, se establecía como un movimiento sobre todo antisistema y cuyo principal y casi único método de actuación era la violencia. Se trataba, principalmente, no sólo de sobrevivir sino de actuar frente a todos los que consideraba como sus enemigos y de eliminarlos físicamente sin contemplaciones. Los judíos, junto con los otros colectivos considerados “no alemanes” por los nazis, deberían ser exterminados siguiendo los planes establecidos previamente en el discurso ideológico nacionalsocialista.

Luego estaba la obediencia ciega al líder, a los jefes políticos y militares, el acatamiento de todas las órdenes sin tener en cuenta ningún criterio político ni moral. Estas consideraciones, que ya fueron muy explicadas y desarrolladas por Hanna Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén, intentan exculpar no ya sólo al sujeto individual sino a todo el pueblo alemán por sus “culpas” en el Holocausto y todo el rosario de injustificados crímenes que se perpetraron durante el “reinado” nazi (1933-1945).

“La actitud del pueblo alemán hacia su pasado, que tanto ha preocupado en los expertos en la materia durante más de quince años, difícilmente pudo quedar más claramente de manifiesto: el pueblo alemán se mostró indiferente, sin que, al parecer le importara que el país estuviera infestado de asesinados de masas(…)”, escribiría Arendt durante el juicio de Eichmann, al que asistió como testigo en Jerusalén.

Eichmann, al igual que la mayoría de los criminales de guerra nazis, explicó en Jerusalén que él sólo cumplía órdenes y que se limitó a ejecutarlas, sin tener en cuenta los condicionantes morales y sin cuestionarlas, ya que no era su “misión”. Eichmann era, según sus palabras, un “idealista”, una pieza fundamental en la estructura nacionalsocialista que tan sólo tenía que obedecer órdenes, pues emanaban de una entidad superior, y estaban al servicio de una noble causa. Lo explica muy bien Arendt, a la que cito de nuevo textualmente: “Para Eichmann, el “idealista” era el hombre que vivía para su idea –en consecuencia, un hombre de negocios no podía ser un “idealista”- y que estaba pronto a sacrificar cualquier cosa en aras de su idea, es decir, un hombre dispuesto a sacrificarlo todo, y a sacrificar a todos, por su idea”. Eichmann, durante sus interrogatorios, llegó a asegurar que hubiera matado incluso a su padre si se lo hubieran ordenado y que  tal acción tan sólo hubiera formado parte del “proyecto” final.



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